miércoles, 11 de abril de 2007

CONTRA LA PENA DE MUERTE. REFLEXIONES SOBRE EL CASTIGO



Gonzalo Gamio Gehri



1.- Consideraciones filosóficas sobre el castigo.

El debate público sobre la pena capital ha puesto de manifiesto los sentimientos más viscerales de nuestros políticos, y de no pocos ciudadanos. Se ha dicho que ella no disuade, pero que este argumento no elimina nuestra necesidad – como Estado – de castigar al criminal. No se trataría de una sanción “ejemplar”, porque los estudios sobre el tema señalan que tales “ejemplos” no contribuyen a persuadir a los potenciales criminales de perpetrar delitos contra la vida. Para los sectores más extremistas, no importa que la pena capital no disuada al criminal: se trataría tan sólo de retribuir sangre con sangre, de ejercer la venganza, en la senda de las sociedades pre-modernas. Quienes así argumentan enmarcan su pensamiento en un esquema de justicia correctiva[1] profundamente arcaico, que no conoce del cambio conceptual que ha operado en occidente al menos desde la Ilustración (e incluso uno puede remontarse incluso a la Orestiada de Esquilo, además del Nuevo Testamento). Que este tipo de enrarecida mentalidad tenga eco entre los políticos y parte de la ciudadanía es un hecho que preocupa profundamente.

El esquema del “Estado vengador” nos remite a la historia de los cimientos mismos de nuestra idea de justicia ¿Cuál es el fin de la justicia correctiva ? ¿Cómo entendemos la ley y el castigo? Las comunidades que han abrazado el humanitarismo moderno responden estas preguntas pensando en la dignidad del el individuo, en su autonomía y en la promoción de sus habilidades sociales. Quienes están sumidos en una lectura básicamente punitiva, conciben al Estado como un organismo que prevalece sobre las personas, y que encarna un orden superior que controla a sus súbditos a través del temor y el dolor. Insisto en que se trata de un conflicto teórico que tiene al menos tres siglos y medio de resuelto en los círculos académicos; como han aparecido en nuestro medio espíritus arcaicos y virulentos que se han aferrado a la visión retributiva, resulta preciso recuperar estos argumentos. Afortunadamente, esta inquietante oposición entre las tradiciones pre y post ilustradas como paradigmas correctivos cuenta, además de documentación histórica, de una interesante formulación filosófica. Me refiero al juicio crítico respecto de la inconmensurabilidad conceptual existente entre la concepción moderna y arcaica del lugar del dolor físico (y la eliminación del criminal) en la relación entre delito y punición como principio de justicia correctiva en materia penal, tal como la desarrolla Michel Foucault en las páginas iniciales de su importante obra Vigilar y castigar [2].

En aquellos pasajes cuenta Foucault como Damiens, un reo acusado de haber intentado asesinar al rey de Francia es sometido a las más atroces torturas hasta ser ultimado en ceremonia pública, en París, en el año 1757[3]. Foucault se pregunta por qué el castigo al crimen tenía la forma de una especie de ritual – el pensador francés denominaba “la liturgia del suplicio” - en donde la presencia de los miembros de la comunidad era considerada esencial al acto punitivo mismo. El hecho de que la gente de la región llevara a sus hijos, o vendiera comida, como si se tratara de una procesión religiosa o de una festividad local, tendría que responder a alguna explicación que fuera más allá de la escueta alusión al sadismo o al objetivo de disuadir a potenciales magnicidas. Hoy en día consideramos tales eventos como bárbaros y brutales, y procuramos dirigir el castigo hacia la rehabilitación del reo – la re-educación de su conducta social- , y, mientras esta rehabilitación tiene lugar, a proteger a la sociedad del criminal (el enfoque de la “vigilancia universal”[4]). El suplicio y la tortura en cuanto tales no tienen razón de ser para la mentalidad jurídica contemporánea: como afirma el propio Foucault, “ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal”[5]. Incluso en aquellos lugares de occidente en donde existe la pena de muerte – por ejemplo, algunos estados norteamericanos – la ejecución del delincuente tiene lugar con escasos testigos, y el método empleado procura generar el menor dolor posible en el condenado.

La concepción pre – moderna del castigo encuentra su núcleo argumental en su imagen de la comunidad y la naturaleza en términos un orden cósmico que se sostiene en el equilibrio de fuerzas que lo constituyen. Todos los miembros de la comunidad somos parte de ese todo, y participamos de ese equilibrio. En tanto este equilibrio hace posible la armonía (como parece expresar la palabra griega kosmos) la justicia – representada por la diosa Díke - consiste precisamente en respetar este orden, por ejemplo, cumpliendo con el rol social que a cada uno le toca desempeñar. Si cada uno cumple eficazmente con su función social (los agricultores en el trabajo de la tierra, los sacerdotes en el culto y los guerreros se cubren de gloria en el campo de batalla), entonces Dike, guardiana del orden, queda satisfecha[6]. Así como sería impensable que los cuerpos celestes – o el día y la noche - sigan un curso diferente al que está dispuesto sin cometer adikía, el hombre ha de respetar la jerarquías sociales que reproducen aquel orden inmutable; el rey es en este sentido el correlato de la divinidad en el cuerpo político, de manera que atentar contra aquel implica atentar contra esta, y en general contra la dike. Cometer un crimen no supone solamente atentar contra otro individuo, sino dañar una parte de esta totalidad, generar una lesión, infligir una herida en el orden cósmico y configurar una situación de desequilibrio inadmisible.



“El sol no traspasará las límites que le están prescritos, en caso contrario las
erinias, ejecutoras de Díke, lo perseguirán” [7]

Es preciso revertir este desequilibrio. El dolor ocasionado al orden sólo puede ser reparado causando un dolor análogo en el infractor de dicho orden (en la cosmovisión griega, las erinias eran las divinidades de la venganza, servidoras de la Justicia Natural). Sólo así las cosas pueden volver a su lugar original. Es en este sentido que debe entenderse en la perspectiva arcaica el tormento y la ejecución del delincuente, pues el dolor físico es la medida de la igualación. La pena debe ser estrictamente proporcional al crimen: un castigo más severo o más suave preservarían el desequilibrio, por lo mismo, la adikía[8]. Incluso el castigo debe ser anhelado por el criminal para la consecución de su propia redención personal; después de todo, la especie del daño es doble: abre una herida en el macrocosmos del orden social, pero también una lesión profunda en el microcosmos del alma, granjeándose esta los males de la otra vida, o un final funesto en ésta. Señala Platón en el Górgias que lo peor que le puede pasar al criminal es que su crimen quede impune; ello deja una herida en el macro y microcosmos que será castigada con mayor severidad en el Hades. El castigo en virtud de la ley, restaurará el equilibrio vulnerado y borrará de la psyche del criminal toda mácula, por ello Platón dice a través de Sócrates: “¿El que recibe la pena, no queda liberado así de la maldad de su alma?”[9]

Además de recuperar el equilibrio universal, el castigo físico le restituye al infractor de la ley su condición de miembro de la comunidad (aun suele decirse hoy en día que el criminal que ha sido castigado “pagó su deuda con la sociedad” - en un sentido diferente, puesto que se entiende que la lesión se produce en el orden público, no en el seno del kosmos); si uno muere, la restitución de su condición original tiene lugar en el mundo ultraterreno. Uno se pregunta, de todos modos, porqué el ejercicio de reparación tiene lugar en público. Un ritual de restauración del equilibrio requiere de testigos; resulta especialmente importante que quienes formen parte de ese orden den testimonio de la nivelación de las fuerzas y la superación del daño. Sin esta dimensión pública no se trataría en absoluto de un ritual comunitario.

Nuestra comprensión actual del castigo lleva el sello del humanitarismo moderno, bajo la poderosa influencia del cristianismo, el utilitarismo y la cultura de los Derechos Humanos. Pensamos que la persona es el fin último de la sociedad, y que es importante preservarla del dolor y el sufrimiento. Desde ese punto de vista, el tormento público convierte en semejantes la punición y el acto criminal, pues ambos practican la crueldad y el asesinato. El objetivo de la moderna pena privativa de la libertad – al menos en teoría – es la reconducción del comportamiento, la rehabilitación: al individuo se le suspende temporalmente la condición ciudadana para readaptarlo a la vida social. Pero no todos sus derechos han sido cancelados, en especial aquellos que le protegen de un trato inhumano. Como se ha señalado más arriba, allí donde todavía se aplica la pena de muerte se procura que los métodos de su aplicación no supongan para el condenado dolor físico o escarnio de alguna clase. Precisamente uno de los más poderosos argumentos contra la pena capital en esos contextos radica justamente en que – si acaso ella no disuade, de acuerdo a lo que afirman los especialistas en el campo del derecho, la criminología y las ciencias sociales – dicha pena no tiene ni sentido ni fundamento, por ello la tendencia abolicionista está cobrando fuerza en los Estados Unidos, particularmente en los sectores académicos.

2.- El problema de la ‘perspectiva’ y la lucha por los Derechos Humanos.

Lo que he tratado de señalar en estas líneas es que quien defiende la pena capital por sí misma, como método punitivo, –una posición que no apela a ningún argumento a favor de su posible carácter disuasivo y “ejemplar”, e insiste en su dimensión meramente “retributiva”, aniquiladora – en el fondo se compromete con una antropología de la justicia arcaica, estrictamente vengadora. No obstante, se trata de un enfoque profundamente vetusto, parasitaria de la vieja visión del ordo inmutable; no sólo la concepción contemporánea del derecho entiende que cualquier dimensión sacrificial resulta inconsistente, además de socialmente inútil. La ciencia natural moderna – concentrada desde Galileo y Newton en el curso regular del mundo y en las posibilidades de control tecnológico - no concibe más el universo en términos de una totalidad orgánica con resonancias sociales. La sociedad humana, por su parte, ya no encuentra su legitimación en el recurso a un presunto “orden natural de las cosas”: ella se funda en el consentimiento reflexivo de sus miembros, ciudadanos titulares de derechos inalienables.

Pero, en esta línea de pensamiento, la aniquilación del delincuente como castigo del crimen contra la vida no solamente resulta socialmente ineficaz, sino que se revela incivilizado, bárbaro. Apela a nuestros sentimientos más bajos de venganza y crueldad, de modo que la justicia correctiva pierde su dimensión pedagógica no sólo en relación al reo – en términos del proceso de rehabilitación que supone su reclusión – sino respecto de los integrantes de la sociedad a la que busca proteger. En efecto, la legalidad moderna pone de manifiesto que el Estado que administra la justicia, y que hace cumplir la ley, no debe ponerse en el mismo nivel que aquellos que violan la ley y acaban con la vida de las personas. La pena capital devuelve muerte por muerte: ella nos devuelve a la lógica punitiva del ojo por ojo. Su prédica y ejercicio nos retrocede a etapas más primitivas en la historia de la regulación de la conducta humana.

A menudo, quienes defienden la pena de muerte nos invitan – no sin cierta rudeza – a ponernos en el lugar de los afectados, o de sus seres queridos, que sufren terriblemente a causa del terrible daño producido por el crimen. Lo que se exige es que nos pongamos en una situación temible, en la que podamos efectivamente desear la muerte del agresor. Esta claro que la empatía constituye una actitud fundamental para la elaboración del juicio práctico, pero aquí se nos pide que eliminemos cualquier instancia crítica y racional, que también son condiciones de cualquier decisión ética consciente. Se nos exige que cedamos a la tentación de la rabia y del odio. Se trata de emociones presentes en la psique de quien sufre un trance dolorosísimo, emociones que debemos respetar. No obstante, tal estado emocional debe ser comprendido (y asistido) por el agente que delibera sobre lo que es justo en el espacio público, pero no puede convertirse en la fuente inmediata de la ley.

No olvidemos que la perspectiva que debemos asumir - en el caso de evaluar la pertinencia de la pena capital - es la del legislador (y acaso la del juez, y también la del ciudadano comprometido). En tal punto de vista, las emociones deben convertirse en disposiciones intencionales que nos lleven a ponderar las circunstancias, y asumir la defensa de las víctimas, en estrecho diálogo con la razón y la imaginación[10]. La deliberación propia del agente de justicia (legislador, juez, ciudadano) siempre debe otorgarle un lugar a los sentimientos morales, pero nunca de modo tal que no dejen espacio a las otras facultades cognitivas; por ello debe dejar que las emociones le inspiren, pero moderándolas a través del trabajo de la reflexión. Un juicio puramente racional sería inaceptablemente frío y distante, pero uno puramente visceral sería (de una manera semejante) insuficientemente humano. El legislador debe estar en capacidad de sentir con las víctimas, pero debe al mismo tiempo contar con el rigor crítico y la claridad de pensamiento que le permitan determinar lo que sea mejor para la convivencia social y la legalidad, y no simplemente aplacar la ira de quienes básicamente vivan la muerte.

Algunos políticos han señalado que quienes objetamos la pena capital en nombre de los Derechos Humanos en el plano de los hechos estamos protegiendo “los Derechos Humanos de los delincuentes”. Este es un argumento absurdo, además de evidentemente malintencionado. La cultura de los Derechos Humanos procura proteger en primera instancia a las víctimas de violencia y opresión, pero no excluye a nadie como potencial defendido en lo relativo a su vida e integridad, incluso quienes han violado la ley pueden invocar tales derechos y su protección. Los criminales deben pagar sus delitos siendo recluidos por el tiempo que estipula la ley, pero ello no implica que pierdan sus derechos más elementales. Los Derechos Humanos no están condicionados por nada ni son negociables: el único requisito para ser un titular de esta clase de derechos es el de ser un agente humano.

Resulta claro que una sociedad democrática pierde muchísimo más que lo que cree “ganar” con medidas como la pena capital. Ella convierte al Estado en sujeto de muerte, y nos hace convivir con el espectáculo macabro de la aniquilación de otro ser humano, en nombre de la ley. Es una medida que no resuelve nada, y en cambio nos sumerge en una espiral de muerte. Se sabe que, en los países donde la pena capital se aplica, el índice de criminalidad mortal se mantiene o sube, mientras que sucede lo contrario en los lugares en donde ésta finalmente ha sido abolida. Lo que los objetores de la pena de muerte queremos sostener – situados en medio del ethos de los Derechos Humanos – es que matar con premeditación y ventaja es intrínsecamente malo – lo haga un individuo o pretenda hacerlo el Estado -, es socialmente inútil y peligroso, pues nos sumerge en la cultura de la venganza. Que nadie, en definitiva, tiene la autoridad suficiente para señalar quién no tiene derecho a vivir.

[1] Me refiero a laq clase de justicia que se ocupa de regular la conducta social en términos de la relación delito – sanción.
[2] Foucault, Michel Vigilar y castigar México, Siglo XXI 1976; Idem Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones Madrid, Alianza Materiales 1997. Véase también Taylor, Charles “Foucault sobre la libertad y la verdad” en Couzens Hoy, David (Comp.) Foucault Buenos Aires, Nueva Visión 1988, pp. 81-118.
[3] Foucault, Michel Vigilar y castigar op.cit. pp. 11 – 13.
[4] Hay que señalar que el esquema carcelario (el ideal del panoptismo) adolece según Foucault de una serie de patologías que no discutiremos en este artículo, puesto que van más allá de nuestro tema de discusión.
[5] Ibid., p. 16.
[6] Me he ocupado del concepto de justicia cósmica y su crítica – presente en la Orestiada esquileana - en Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” en Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.
[7] Fr. 94.
[8] Injusticia.
[9] Platón, Gorgias 477ª (las cursivas son mías).
[10] Cfr. Nussbaum, Martha Justicia poética Andrés Bello 1999.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo opino lo contrario a su posición pues creo que a través del castigo se regularía los excesos que hasta hoy se comtempla con sansiones infantiles y ya que en nuestro pais las entidades que se encargan de la regeneración (penales) no estan para dicho trabajo pues los medios en que se tienen a los reclusos son inhumanos y provocan un rencor y deseos de venganza.