domingo, 10 de junio de 2007

INJUSTICIA PASIVA Y POLÍTICAS DEMOCRÁTICAS




Gonzalo Gamio Gehri


El Informe Final de la CVR ha echado nuevas luces sobre la manera como la tentación autoritaria ha conspirado contra la democracia peruana desde su recuperación en 1980 . La creación de los comandos político – militares supuso el retroceso de la política democrática en favor de la administración militar del poder, que implicaba también la competencia de su justicia, de modo que los crímenes contra los Derechos Humanos fueron considerados meros delitos de función; esta medida constituyó el caldo de cultivo de la terrible represión militar que tuvo lugar en las zonas de emergencia. La penosa abdicación del poder por parte del gobierno civil en favor de las FFAA en las zonas golpeadas por la violencia terrorista sentaron las bases de lo que después daría forma a los métodos de control cívico – militar bajo la dictadura fujimorista. El acoso a la prensa independiente y las desapariciones forzadas tuvieron su origen en el repliegue voluntario de los gobiernos democráticos, y en el silencio indolente y la inoperancia de los políticos frente a las violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos y el avance de los grupos subversivos. Las autoridades civiles simplemente renunciaron a cumplir con el mandato que les otorgó la población, se negaron a fiscalizar e investigar las acciones militares en los gobiernos político – militares. La dupla Fujimori – Montesinos sólo amplió maquiavélicamente el radio de acción de los mismos métodos: convirtió el país entero en una gigantesca zona de emergencia.

Esta situación llegó a su punto culminante con el autogolpe del 5 de abril de 1992. Nada de ello tuvo lugar sin la complicidad de la población, que por lograr algún tipo de seguridad, renunciaba expresamente a vivir al interior de una sociedad vertebrada de acuerdo con los principios de un Estado de Derecho. El Informe Final lo señala de manera clara y elocuente en su Conclusión 77: “La CVR ha constatado, con pesar, que los gobiernos civiles no estuvieron solos en esta concesión al uso indiscriminado de la fuerza como medio de combate contra la subversión. Por el contrario, la proclividad de dichos gobiernos a la solución militar sin control civil estuvo en consonancia con un considerable sector de la sociedad peruana, principalmente el sector urbano medianamente instruido, beneficiario de los servicios del Estado y habitante de zonas alejadas del epicentro del conflicto. Este sector miró mayoritariamente con indiferencia o reclamó una solución rápida, dispuesta a afrontar el costo social que era pagado por los ciudadanos de las zonas rurales y más empobrecidas.”


La mayoría de los peruanos decidieron “tolerar” una dictadura, pagando el costo de renunciar a la ciudadanía en nombre de las expectativas de “orden” y “eficacia” en la administración del poder (con todo lo relativo que pueden sonar estos términos cuando precisamente se aplican a un régimen corrupto como el de Fujimori). Lamentablemente se trata de una tentación que no ha sido abandonada del todo en el Perú; aun el día de hoy toca nuestras puertas . Se trata de un complejo fenómeno sociopolítico en el que convergen autoritarismo, mesianismo y un particular desencanto frente al ejercicio de la ciudadanía activa. Hugo Neira lo ha descrito magníficamente evocando la noción renacentista de "servidumbre voluntaria" . Esta no es una actitud nueva en la historia peruana – de hecho, se ha dicho que constituye una especie “enfermedad crónica” prsente en nuestra historia social y política - pero puede graficar bastante bien los modos de actuar (y de no actuar) de muchos peruanos y peruanas bajo el gobierno dictatorial de Fujimori, al menos entre 1992 y 1997. Nos referimos a una especie de "trueque" - silencioso, pero patente - en el que los ciudadanos, a cambio de una cierta "eficacia administrativa" por parte del gobernante (p.e., en términos de medidas macroeconómicas antiinflacionarias o en políticas de lucha contra la subversión), renuncian al ejercicio de sus derechos políticos, a participar en la vida pública , o incluso a censurar casos evidentes de corrupción, violencia explícita o de comportamiento autocrático en el ejecutivo. En efecto, Fujimori y su cúpula cívico - militar quebraron el orden democrático, redactaron una constitución a la medida de sus ambiciones particulares, controlaron ilegalmente el poder judicial y los medios de comunicación, persiguieron a sus opositores políticos, constituyeron comandos paramilitares que actuaban al margen de la ley, entre otros delitos contra la democracia y los Derechos Fundamentales. Todo esto era historia conocida mucho antes de 1997, pero muchísima gente prefirió simplemente mirar a otro lado y guardar silencio. Los problemas de recesión, pobreza extrema y desempleo eran aprovechados por Fujimori y sus socios para generar formas de clientelismo político, como la creación de un "mercado cautivo" entre los más pobres y excluidos, que podría ser utilizado electoralmente en su momento. Mucha gente - entre los que se contaban importantes académicos y políticos - asumió una actitud claramente condescendiente frente a esta forma de opresión e injusticia. "Necesitamos a un Pinochet", decían.


Consideremos, en contraste, lo que significa la vida en democracia. Un concepto inclusivo de democracia necesariamente destaca tres elementos fundamentales i) el control ciudadano e institucional del poder; ii) la valoración del disenso político como un aspecto fundamental de los procesos de deliberación pública y como expresión de libertad; iii) la lucha por la inclusión de los ciudadanos en la dinámica propia de la esfera pública y de la esfera económica. Estas tres determinaciones de la democracia suponen en alguna medida una dimensión normativa , pues se trata de lograr unos tele aun no conquistados, vinculados a la construcción de espacios diferenciados de interacción social (el Estado, el mercado, la sociedad civil) en los que pueda en principio accederse a formas de actuación y cultivo de bienes no distorsionadas por relaciones basadas en la inequidad o en la violencia. La actividad política, entendida como la búsqueda de un destino común de vida a través del discurso y la acción concertada , constituye el horizonte desde el cual la democracia como sistema de instituciones puede sostenerse.

Una sociedad es democrática si observa las formas de procedimiento y participación ciudadana que promueven la distribución del poder . Una perspectiva como esta tiene que enfrentar – especialmente en contextos como el nuestro – no sólo los modos de injusticia social (en lo relativo a las desigualdades socio-económicas y a la inexistencia de políticas interculturales que permitan el acceso de los peruanos al bienestar y al desarrollo humano) si no también las formas de injusticia pasiva, la indiferencia de los ciudadanos frente a los ataques contra individuos o sectores de individuos – o contra el estado de derecho constitucional – en nombre de la eficacia instrumental, que pasa a concebirse como un valor que pretende subordinar principios constitucionales y derechos fundamentales. Tal situación genera una progresiva retirada de lo político, así como la emergencia de políticas autoritarias.


He introducido ya la noción de injusticia pasiva, lo que me permite hacer alguna aclaración y así ampliar un tanto – si cabe – el concepto de “servidumbre voluntaria” desarrollado por Neira en su inteligente ensayo sobre el fujimorismo y la transición. Se trata de dos conceptos que están estrechamente conectados; creo que esta conexión puede ser útil para comprender el fenómeno autoritario en nuestro país. “Injusticia pasiva” es una expresión que he tomado del notable libro de Judith Shklar, The faces of injustice, y proviene originalmente de la agudas meditaciones de Cicerón sobre la justicia política . De acuerdo con el filósofo romano, se puede ser injusto en dos sentidos: de un modo activo, en cuanto uno infringe directamente la ley con sus acciones, lesionando el estado de derecho, pero también uno puede ser injusto pasivamente, cuando el individuo – por desidia, desinterés o egoísmo – permite a causa de su inacción que se atente contra el derecho de otro o contra el orden constitucional. La injusticia pasiva se refiere a aquellos casos en los que el individuo renuncia al ejercicio de la ciudadanía, cuando pudiendo actuar en defensa de quien es ofendido o agredido, prefiere ocuparse de sus propios asuntos . Mientras la posibilidad de acceso al bienestar esté más o menos garantizada, el pasivamente injusto se desentenderá del ejercicio de sus libertades políticas.


La demanda de “mano dura” por parte de la población civil y la actitud indilgente respecto del autoritarismo y la corrupción gubernamental están estrechamente ligadas con esta forma de injusticia y rechazo voluntario de la ciudadanía. El desgano y la indiferencia de los individuos respecto de sus capacidades para la construcción de un destino común de vida, la falta de reconocimiento del orden legal como constitutivo de su identidad política termina resintiendo las posibilidades de supervivencia del sistema democrático, que pasa a convertirse en un mero teatro de apariencias y en un burdo instrumento en manos del dictador de turno y su entorno. El individuo, engañado, tiene tan sólo una ilusoria sensación de libertad, pues ha dejado de facto de ser un agente públicamente autónomo . El recorte de la libertad cívica implica por sí mismo la concesión de nuevos espacios de poder al gobernante de turno. Este argumento recuerda claramente a la célebre dialéctica del señor y del siervo, desarrollada por Hegel en la Fenomenología del espíritu: para Hegel, aquel que sacrifica su propia libertad con tal de asegurar la vida deviene en siervo; el señor nutre su capacidad de dominación de aquello que voluntariamente le ha concedido el siervo gracias a su propio temor. Buscando preservarse, se ha perdido realmente a sí mismo . El dilema se plantea entonces entre ser siervo o ciudadano, esto es, señor de sí mismo y sujeto de derechos . Ciertamente, las miles de personas que se organizaron y movilizaron – pacífica y firmemente – en contra de la dictadura fujimorista y en favor de la formación del gobierno de transición hicieron su elección, optaron por ser libres. Hoy, que los vientos autoritarios amenazan con volver a soplar entre nosotros, el dilema parece volver a plantearse.

Aunque en tiempos de precariedad política los individuos pasivamente injustos eligen – a veces tácitamente - ser siervos en lugar de ciudadanos, no por ello desaparece su responsabilidad respecto de la emergencia o el fortalecimiento de un régimen autoritario y la violación de los Derechos Humanos. Justamente al contrario esa elección y su perseverancia en ella robustece las dictaduras. En esta dirección Shklar sostiene que el hombre injusto, desencantado de sus deberes cívicos, desarrolla una actitud despectiva para con las víctimas; aunque no ejerza explícitamente la violencia física, su silencio y anuencia para con la violencia sufrida por otros guarda en casos extremos alguna forma de silenciosa complicidad con los perpetradores. “Lo que él hace a las víctimas de la injusticia es, no sólo asaltarlos directamente, sino también ignorar sus demandas. Él prefiere ver sólo mala suerte donde las víctimas perciben injusticia” . Pudimos hacer algo y no lo hicimos. Es en esa línea de reflexión que la CVR llama la atención sobre la responsabilidad moral de todos los ciudadanos en relación con la crudeza del conflicto armado y la ausencia de compromiso ciudadano con la defensa de los Derechos Humanos y la institucionalidad democrática.

Nuestro desinterés contribuye con la pérdida de libertad y con el imperio de la corrupción; nuestra indolencia alimenta el sentimiento de inmunidad de quienes utilizan la represión indiscriminada como estrategia de pacificación o promueven leyes de amnistía (o quienes creen poder imponer una ideología fundamentalista a través de la fuerza). Nuestro hacer o dejar de hacer genera repercusiones importantes en la distribución o concentración del poder político. Creer que nuestra influencia es insignificante constituye una expresión de miopía política o acaso un recurso ideológico de quienes detentan el poder (o pretenden acceder a él) desde canteras autoritarias. Es verdad que nuestro país – gobernado mayoritariamente por militares golpistas en su corto periodo de vida “republicana”– no ha contado aun con un programa educativo centrado en la formación de una “cultura política ciudadana”; no hemos contado con algo así como una paideia democrática . La cultura autoritaria hunde sus raíces en nuestro pasado (y presente), y no podría decirse que ha sido impuesta sólo desde afuera . Sin embargo, al menos desde 1997 – justamente en la importante lucha social contra el régimen de Fujimori – se generó en el Perú un nuevo espíritu de libertad cívica, la adhesión de grandes sectores de la población a una agenda pública que incluía la reconstitución del estado de derecho, el respeto de los procedimientos democráticos, la construcción de consensos públicos y la defensa de una presencia mayor de la “sociedad civil” en la toma de decisiones políticas. Se reconocía asimismo la necesidad de configurar espacios comunes de debate y vigilancia ciudadana como medida imprescindible para evitar el retorno del control autoritario de la sociedad. Es difícil olvidar aquellas marchas estudiantiles, así como esos hermosos rituales de interacción cívica: el Muro de la Vergüenza y el lavado de la bandera ¿Nos es posible recuperar ese espíritu hoy?

3 comentarios:

Carlos Eduardo Pérez Crespo dijo...

Profesor Gamio,

Me parece muy interesante el artículo pero tengo una pregunta que me parece que va a (lo que es quizás) un problema de fondo en la democracia liberal. Yo me pregunto algo: Si la democracia liberal es la mejor forma de gobieno y buena en sí, por qué entonces la ciudadanía le "saca la vuelta" en los "momentos de urgencia" o los llamados "estados de excepción". Estoy pensando concretamente este mal "crónico" de la sociedad peruana que menciona en términos schmittianos.

Me pregunto: Si se está en un momento en el cual la comunidad política tiene su existencia en peligro, cómo una democracia liberal le hace frente a esta situación. Quisiera que pudiera ahondar más en ese asunto que creo que es fundamental, pues en el fondo la discusión está en cómo se toman las desiciones políticas en contextos específicos,que pueden ser de urgencia en donde la ciudadanía aprueba una "mano dura" de acuerdo al orden o la eficacia lograda en la desición, que pudo no haber sido lograda por la democracia representativa o liberal. Cómo le hace frente al "estado de excepción" la democracia liberal? Esa es mi pregunta más concreta.

Saludos,


Carlos Pérez C.

Anónimo dijo...

Estimado Profesor,
aprovecho en primer lugar para presentarme. Mi nombre es Guillermo Graíño y tengo un blog similar al suyo es Periodista Digital: http://blogs.periodistadigital.com/politicaculta.php
Aunque mi formación inicial es en filosofía y sociología, ahora soy FPU en el departamento de Ciencias Políticas de la UAM.
Si le soy sincero, nunca he entendido la Teología de la Liberación. Me explico: lo que no entiendo es la hermenéutica que hace del Evangelio. Veamos.
En mi opinión hay un mensaje obvio y central en el cristianismo que tan mal entendió Calvino. 'No os preocupéis si os va mal en esta vida, si estáis humillados, si sois pobres, etc., más bien regocijaos, pues los últimos serán los primeros'. Las jerarquías y las riquezas de esta vida no significan nada, más bien son una rémora para la satisfacción espiritual.
Sin embargo, éste es un compromiso moral que debe atender cada cual. Pobre del que no lo haga, pero en ningún caso, en ni una sola palabra se desprende que Jesús hiciera de esto un compromiso político o público. "Al Cesar lo que es del Cesar", "Mi Reino no es de este mundo", etc. Creer que el Evangelio es una especie de iluminismo social es no entender el mensaje moral básico. Los pobres son el tesoro de Dios, ¿por qué corromperles y sacarles de su condición? Esto ya lo pensó Wittgenstein. Si de verdad crees en el mensaje del Evangelio, no hay nada de malo en la pobreza, eso sí, desgraciado el indiferente a ella, pero desde un punto de vista moral, personal, nunca político.
Por ello, el conservadurismo político que no busca ninguna labor redistribuidora política y que deja esta función a asociaciones civiles como la familia, las iglesias, y que cree que una fuerte moral común hace suavizar los efectos nocivos del capitalismo, es la opción política más cercana al verdadero cristianismo.
Un saludo,

Gonzalo Gamio dijo...

En primer lugar, Guillermo, le envío un gran saludo: es para mí un honor entrar en diálogo con usted.

Bueno, discrepo con su posición. Como podrá constatar, el mensaje de Jesús se entronca en la hermenéutica profética hebrea, para la cual la pobreza es fruto de la injusticia humana, no de la voluntad de un Dios que es vida y quiere la vida. Ser pobre no es simplemente ser un no-rico, la pobreza es la situación que impide - por razones sociales - que determinadas personas no cuenten con las condiciones para desarrollar sus capacidades básicas. POBREZA ES MUERTE PREMATURA (que Dios evidentemente no quiere, a juzgar por el Evangelio). Otra cosa es el tema de los "pobres de espíritu" no confundir eso con nuestro tema. Ahora bien, no estoy seguro que el cristianismo tenga una agenda política, pero sí tiene una dimensión social, vinculado al tema de la encarnación (cfr. mi texto sobre Secularización en este blog). El evangelio utiliza una serie de imágenes comunitarias (el Reino, Emmanuel - Dios con nosotros -, etc.).
Del mismo modo, la idea del Reino no alude simplemente a una vida sobrenatural ("y sepan que el Reino de Dios está EN MEDIO DE USTEDES"). Nada más lejos de Jesús que un ritualismo formal (que critica en los fariseos).

Si uno le quita al Evabngelio el asunto de la justicia y de los pobres, lo despoja de elementos ético - espirituales de gran intensidad.

Yo le invitaría a revisar los textos de Gutiérrez, Sobrino y Faus: le garantizo que no encontrará poítizaciones de la fe. En mi modesta opinión, el conservadurismo - más que cristianismo bíblico - es recuperación de la idea cristiandad medieval, que encuentro poco bíblica, la verdad.