sábado, 16 de junio de 2007

JUSTICIA TRANSICIONAL Y ESPACIOS COMUNICATIVOS

ESFERA PÚBLICA, MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y SOCIEDAD CIVIL


Gonzalo Gamio Gehri



Si consideramos el problema de la recuperación de la memoria como empresa común – como una tarea compartida que constituye el punto de partida de cualquier proyecto de reconciliación política y social – entonces queda claro que el encuentro dialógico con las víctimas abre el camino para incluir a otro en el horizonte de nuestros vínculos ciudadanos. Recuperar la memoria implica poner en juego nuestra imaginación ética, meditar acerca de lo que pudimos hacer, y podemos hacer en el futuro. Atender a su modo de expresar su dolor, su sensación de desamparo, su anhelo de justicia, nos mueve a indagar acerca de nuestra responsabilidad frente a esa injusticia; si hubiésemos mostrado un mayor interés por lo que sucedía en las alturas de Ayacucho o en Apurimac, o por lo que se pensaba y predicaba en la Universidad San Cristóbal de Huamaga, quizás el terror y la represión hubiesen podido ser conjurados a tiempo. Si hubiésemos percibido al comunero de Ucchuraccay o al campesino de Chuschi como uno de nosotros, ciudadano del mismo Estado, entonces probablemente hubiésemos luchado porque los conflictos sociales sean planteados o resueltos a través del debate y la observancia de la ley; el recurso a la violencia hubiese sido menos atractivo para tantos pobladores empobrecidos, que hubiesen podido responder con mayor firmeza a los cantos de sirena de ideologías delirantes. Si las diferencias raciales y culturales hubiesen sido concebidas como parte de modos de ser reconocidos como elementos valiosos para la integración de nuestra comunidad política – y admitidos como tales en nuestros programas educativos y nuestros proyectos políticos, así como en nuestras interacciones cotidianas en Universidades, dependencias del Estado, sedes judiciales, Iglesias y mercados – esta tragedia probablemente no hubiese tenido lugar. Ello nos lleva a preguntarnos hasta qué punto hemos sido pasivamente injustos; conocer la verdad de ese tiempo de terror y abandono nos ofrece pistas para responder esa pregunta y reconducir nuestra actitud respecto de nuestros conciudadanos. Confrontarse con la verdad constituye un imperativo moral si queremos re-fundar una auténtica res pública, vale decir, si queremos ampliar nuestra red de lealtades ético – sociales y compromisos cívicos, extender nuestro nosotros a todos los habitantes y naciones que componen nuestra sociedad. Una y otra vez, las demandas de justicia transicional están estrechamente vinculadas a la lucha por la inclusión democrática y la apertura de espacios públicos.

He sostenido que el Informe Final de la CVR constituye un documento fundamental para la configuración de nuestra memoria histórica respecto de la violencia y las posibilidades de nuestra vida cívica, pero he señalado también que esa tarea no se agota en la recepción del Informe, antes bien, considero que éste texto debe ser discutido por la ciudadanía a través de sus principales foros; el de los poderes del Estado, pero sobre todo al interior de las instituciones de la sociedad civil. La lectura general del conflicto armado interno, así como las recomendaciones de la CVR en lo relativo a las reformas institucionales o al Programa Integral de Reparaciones pueden ser asumidas o reformuladas a través de la discusión ciudadana. La recuperación pública de la memoria constituye un proceso social que requiere tiempo, compromiso y espacios para la interacción dialógica. La entrega del Informe Final de la CVR constituye el inicio de ese poceso; el documento mismo configura en todo caso el horizonte conceptual desde el cual esta empresa crítica puede llevarse a cabo.

La necesidad de encontrar estos escenarios deliberativos pone de manifiesto la importancia del concepto de esfera pública – o los espacios de opinión pública - en los períodos de transición política. La existencia o inexistencia de una esfera pública constituye un dato crucial para el reconocimiento de una sociedad democrática. Jürgen Habermas (a quien debemos dos de las investigaciones más rigurosas sobre este tema[1]) considera que el espacio de opinión pública puede describirse propiamente como “una red para la comunicación de contenidos y tomas de postura, es decir, de opiniones, y en él los flujos de comunicación quedan filtrados y sintetizados de tal suerte que se condensan en opiniones públicas agavilladas en torno a temas específicos”[2]. Se trata de un espacio separado del Estado, en el cual los ciudadanos pueden encontrarse para discutir libremente en torno a temas o propósitos comunes, sin intervención o coacción externas[3]. Como se trata de “temas comunes” o “propósitos comunes”, vinculados a las vicisitudes del día a día, el acceso a dichos espacios no está restringido a los usuarios de un “saber especial”; para participar en la esfera pública basta con “dominar un lenguaje natural”[4]. Los participantes potenciales de los espacios de opinión pública son todos los ciudadanos, todos los que estén dispuestos a argumentar y a asumir un punto de vista, esto es, los potenciales afectados (o eventuales sujetos) de las políticas públicas.

Lo interesante de la esfera pública es que las formas de diálogo, entendimiento común y ejercicio de la crítica no se reducen a los encuentros cara a cara; los escenarios que ofrece a sus participantes son diversos – foros virtuales o “reales” – en tanto puedan constituirse en canales legítimos para la libre formación y confrontación de opiniones. “Para la infraestructura pública de tales asambleas, actos, exhibiciones, etc.”, asevera Habermas, “ofrécense las metáforas arquitectónicas del espacio construido en derredor: hablamos de foros, escenas, ruedos, etc. Estos espacios públicos permanecen todavía ligados a los escenarios y teatros concretos de un público presente. Pero cuanto más se desligan esos espacios públicos de la presencia física de éste y se extienden a la presencia virtual (con los medios de comunicación de masas como intermediarios) de lectores, oyentes y espectadores diseminados, cuanto más clara se hace la abstracción que el espacio de la opinión pública comporta, pues no consiste sino en una generalización de la estructura espacial de las interacciones simples”[5]. Dicho en otras palabras, los medios de comunicación y ciertos eventos artísticos o académicos extienden la experiencia de la configuración y el escrutinio de puntos de vista más allá del más puntual aquí y ahora.

Es preciso hacer una precisión respecto del carácter público de estas “opiniones” articuladas y enfrentadas en espacios comunes; ello nos llevará a contrastar la comprensión de la función de los medios de comunicación al interior de la esfera pública – esto es, como vehículos de extensión de la opinión pública – de la práctica ordinaria de los medios de comunicación como generadores de reacciones subjetivas inmediatas en sus “consumidores”. Desde su aparición en la época de la Ilustración (pensemos en los cafés de la Francia del siglo XVIII y en las primeras publicaciones periodísticas de aquellos críticos sociales y philosophes), los medios de comunicación social han sido concebidos como espacios para la argumentación y la contra -argumentación, ellos estaban al servicio de la formación de conciencias autónomas, de la discusión teórica y política, de la confrontación de programas sociales o visiones de la vida. Su función era promover la crítica y la formación de consensos racionales: en ese sentido buscaban formar opiniones “públicas”, modos intersubjetivamente generados de pensar y de actuar. Nada más lejos de apuntar – como parece ser el caso de los medios de comunicación de muestro tiempo - a la “producción” de reacciones puramente emotivas del individuo aislado, o a la apelación a su particular “parecer” (aunque este coincida con el “parecer” de muchos otros individuos). En este sentido, la esfera pública no busca convocar o movilizar a los ciudadanos a partir de la mera exaltación de la subjetividad: el elemento de la opinión pública es la acción de dar razón del propio punto de vista interactuando dialógicamente con otros.



“Una opinión pública no es, digamos, representativa, en el sentido
estadístico del término. No es un agregado de opiniones individuales
que se hayan manifestado privadamente o sobre las que se haya encuestado
privadamente a los individuos, en este aspecto no debe confundirse con los
resultados de los sondeos de opinión”
[6].


Esta es la estrecha relación entre la esfera pública y los medios de comunicación: estos amplían el radio de difusión de las opiniones y los debates sobre asuntos que interesan a la sociedad, o a ciertos grupos sociales que la conforman. Los medios escritos o audiovisuales pueden llevar la agenda de discusión del Parlamento o la Facultad hacia lugares más lejanos, en donde nuevos participantes pueden sumarse a la lista de oradores a través de esos mismos medios u otros. Esa es la razón por la cual la presencia de la esfera de opinión pública y sus recursos mediáticos resulta tan importante para los procesos de inclusión política. Cuando su presencia es efectiva, ella arranca el monopolio de la actuación pública a las antiguas élites. Naturalmente – como lo hemos anotado supra – la afirmación de la esfera pública constituye sólo un lado de la condición democrática; las demandas de justicia social, de redistribución del ingreso y satisfacción de las necesidades y capacidades esenciales al desarrollo humano corresponden a la otra dimensión de la democratización social[7]: en otras palabras, se trata de combatir en el nivel de lo socio – económico y en lo político las causas de lo que Galtung llama “violencia estructural”, la exclusión y la miseria. No me es posible desarrollar este punto aquí, siendo de primera importancia[8]. No obstante, las corrientes de opinión formadas en la esfera pública pueden contribuir a hacer sentir su voz en los debates en las instituciones sociales y el Estado y de esta manera movilizar a sectores importantes de la población para incorporar estas preocupaciones en la agenda pública.

Por supuesto, ofrecer un espacio para la formación y la crítica de la opinión pública no es el único objetivo de los medios de comunicación: el entretenimiento de la población es – por ejemplo - un fin legítimo y positivo. Sin embargo, al menos en el caso de los espacios periodísticos de los medios, uno echa de menos un compromiso más firme de los medios con la formación de escenarios deliberativos, o una mayor apertura hacia otras concepciones de la vida política. Esto en buena parte tiene que ver con la formidable – y para muchos autores, irreversible – colonización de la lógica de mercado en los medios, que han devenido empresas[9]. Esta conversión hizo posible que la máxima productividad y el logro de utilidades se convirtieran en fines prioritarios para ellos. Este cambio de perspectiva ¿Distorsiona gravemente el sentido originario de los medios de comunicación?

No es este el lugar para responder esta pregunta (en otro lugar mi respuesta ha sido - al menos parcialmente - afirmativa)[10], aunque resulta claro que aun desde el punto de vista empresarial, los medios suelen asegurar a sus lectores - espectadores – radioescuchas que ellos cumplen un compromiso con la investigación, con la imparcialidad ideológica y con la cultura cívica. Faltar a ese voto equivale a incurrir en alguna forma – metafórica, pero no por ello menos intensa – de estafa. Por eso mismo la colusión de la mayoría de los medios con la corrupción fujimontesinista constituyó un espantoso escándalo político[11]. El problema radica en que por lo general la empresa – al menos entre nosotros – se organiza según una estructura jerárquica, vertical: el capitalista manda. En el caso de las empresas periodísticas, el dueño suele imponer su propia “línea” editorial en materia política, reduciendo de algún modo la “libertad de expresión” a la “libertad de empresa”. Ello convierte a los medios de comunicación de masas en entidades cerradas y unilaterales, echando a perder precisamente uno de las condiciones esenciales de la esfera pública, el cultivo de la diversidad: esta ya vieja mutación de los medios deja el ámbito comunicativo a merced del poder económico (y frecuentemente, también a merced del Estado, cuando el “poder político” y el dinero – como es su costumbre -se cruzan). Restringir el privilegio del manejo de la información y la comunicación social a los medios privados equivale a ceder a una forma peculiar y sutil (pero particularmente peligrosa) de concentración de poder.

Si lo que he estado sosteniendo es correcto, es preciso destacar, en primer lugar, que la creación de espacios de opinión pública resulta crucial para la recuperación pública de la memoria y en general para el éxito de los procesos de justicia transicional y reconstrucción democrática. No es posible ninguna clase de inclusión política sin una convocatoria general al debate ciudadano, sin una ampliación radical del horizonte de interlocutores válidos en la esfera pública. A la vez es preciso señalar, en segundo lugar, que, reconociendo que esta ampliación de la esfera pública no puede lograrse sin los medios de comunicación, parece bastante claro que no podemos esperar demasiado de los medios con los que contamos en el Perú. Podríamos citar, para justificar esta afirmación, la cobertura periodística que recibió la CVR en el semestre inmediatamente anterior a la entrega del Informe Final. Con la excepción de una minoría de diarios – La República y El Comercio, por ejemplo, constituyeron un espacio de reflexión y diálogo que acompañó el desarrollo de las audiencias públicas -, el periodismo nacional concentró su atención en las extrañas especulaciones de los amigos del silencio y en la campaña difamatoria que urdieron los medios afines al fujimorismo. Se llevó completamente la lógica de los reality shows al tema de la CVR; imperó la búsqueda de “destapes” y los reportajes sensacionalistas para atraer a los lectores.

Pero nuestro escepticismo acerca de la efectiva “responsabilidad social” de muchos medios de comunicación para con la transición política puede hacerse aun más intenso. No se trata solamente de que no estén realmente comprometidos con los proyectos de justicia transicional – tengo mis dudas incluso que el poder ejecutivo sea completamente consciente de lo que significa gobernar en una sociedad que aun no ha cumplido con todos los objetivos de una transición democrática – el punto es que los accionistas de muchos medios de comunicación han tenido alguna participación en las componendas ilegales del gobierno de Fujimori, de manera que no resulta descabellado pensar que la vocación de objetividad no se cuenta entre sus virtudes, y que incluso podrían representar a algún grupo de interés respecto del éxito o el fracaso de los ideales de la transición. En tiempos de precariedad política, los medios pueden asumir sus propias pretensiones de “tutelaje”. Además, existe un problema de tipo “metodológico”. Las estrategias de estos medios para el acceso y la difusión de la “información” en muchos casos siguen siendo las mismas que en los años más oscuros de la dictadura. Hoy en día, las “primicias” periodísticas más reveladoras suelen ser con alguna frecuencia – particularmente en ciertos medios con un pasado autoritario - resultado no de una investigación seria (que implica evidentemente la verificación de la autenticidad de los indicios o evidencias), sino de la participación en la subasta y el tráfico de audios, vídeos o documentos ofrecidos por ex agentes del SIN o antiguos colaboradores del régimen fujimorista. En febrero del 2004, un canal de televisión hizo públicas las imágenes que probaron que cierta prensa sigue siendo digitada por Vladimiro Montesinos: ellas mostraron cómo el ex asesor presidencial indicaba por escrito a un personaje vinculado a la propiedad de un diario fujimorista qué debería aparecer como tema de interés en la primera plana del día siguiente, orden que es cumplida a pie juntillas[12]. Todo ello tenía lugar, increíblemente, en una de las sesiones judiciales en donde se trata el caso de la compra de la “prensa chicha”, y son los procesados los propios protagonistas. Los medios – con honrosas excepciones, entre las que se cuentan diarios independientes y democráticos como Perú 21 y La República, o revistas como Caretas – han optado por la estimulación de las reacciones afectivas y privadas de su audiencia, la promoción del debate público no forma parte ya de la “política” mediática; este enfoque general puede identificarse tanto en el modo de administrar la información como en la obsesiva atención de los medios en las encuestas de opinión, presentadas por ellos como la expresión inequívoca del “clima político”. Lo que se ha perdido es precisamente la disposición para acoger la formación e intercambio de posiciones[13]. Esto es de singular gravedad para cualquier proyecto de justicia transicional, puesto que recuperar la memoria histórica y discutir los principios de su selección no equivale a someter estos asuntos a un simple sondeo de popularidad.

Sin embargo, necesitamos encontrar recursos y espacios sociales que permitan fortalecer la esfera pública ¿Dónde encontrarlos? Sin ánimo de ofrecer una respuesta definitiva, creo que es imperativo dirigir nuestra atención a las instituciones de la sociedad civil. Soy consciente que estoy recurriendo a una noción polémica, que ha sido víctima de los ataques de aquella prensa autoritaria, prensa que ha luchado infructuosamente por identificarla exclusivamente con las Organizaciones no gubernamentales y sus funcionarios. No obstante, la filosofía política puede ayudarnos a resolver – al menos en una de sus direcciones – este problema teórico. En un sentido posthegeliano, se llama “sociedad civil” al conjunto de instituciones y asociaciones voluntarias que median entre los individuos y el Estado. Se trata de organizaciones que se configuran en torno a prácticas de interacción y debate relacionadas con la participación ciudadana, la investigación, el trabajo y la fe. Estas instituciones constituyen por tanto espacios de actuación claramente diferenciados respecto del aparato estatal y del mercado. Las universidades, los colegios profesionales, las organizaciones no gubernamentales, las comunidades religiosas, etc., son instituciones de la sociedad civil. La función de estas instituciones – desde un punto de vista político – consiste en articular corrientes de opinión pública, de actuación y deliberación ciudadana que permita hacer valer las voces de los ciudadanos ante el Estado en materia de vindicación de derechos y políticas públicas. Ellas buscan configurar espacios públicos de vigilancia contra la concentración ilegal del poder político (y económico).

Probablemente la sociedad civil sea el locus de la vida cívica en el sentido clásico de esta expresión; en todo caso, es el lugar por excelencia de la participación directa del ciudadano en los asuntos públicos. Necesitamos mediaciones que permitan que las conversaciones y polémicas cotidianas tengan alguna repercusión en las decisiones políticas y en el diseño de los programas sociales. Cada uno de nosotros pertenece a alguna institución de la sociedad civil: forma parte de una comunidad universitaria o pertenece a un gremio o colegio profesional, acaso profese una fe y asista a una Iglesia, etc. Tales instituciones son - o pueden convertirse en – espacios públicos de interacción y debate. Considero que es allí donde podemos encontrar las parcelas de esfera pública que echamos de menos para someter a crítica el Informe de la CVR y en general la manera como hemos de afrontar los procesos de justicia transicional. Se trata de construir y de reconstruir los foros “reales” y “virtuales” en donde podamos configurar dialógicamente nuestra memoria.

El acceso a la comunicación social y a la información no puede estar exclusivamente en manos de quienes entienden el trabajo de y en los medios como un negocio. Tampoco es razonable que el sentido de la línea editorial de los medios sea determinado por criterios externos al ejercicio del periodismo y sus principios. El ejercicio de la libertad de expresión no puede quedarse solamente en manos de los empresarios mediáticos. El énfasis exclusivo en el interés privado, la búsqueda y generación de utilidades y el cálculo costo – beneficio vician toda posibilidad de configurar espacios públicos, en los que la apertura a diferentes puntos de vista, el flujo libre de la información y la transparencia en su uso son condiciones esenciales. Hasta podría decirse que los medios – empresa constituyen más bien “espacios privados de opinión e información”, en tanto el uso de estas representa tan sólo la perspectiva de un grupo de interés (predominantemente económico). Las empresas mediáticas por lo general no han fomentado un clima de discusión en torno al rol de la memoria y la justicia en los proyectos de la transición política.

No es mi intención asumir una actitud intolerante frente a los medios de comunicación privados; ellos tienen todo el derecho de hacer su trabajo, y de concebir éste desde el paradigma de la empresa. Las organizaciones económicas tienen también un sistema de reglas. La ética empresarial es una versión de la ética del contrato, de modo que la observancia de la ley tiene que ser un principio normativo para su legítimo funcionamiento. Pero no es un secreto que en los últimos años este trabajo ha suscitado en muchos casos dudas fundadas respecto a su compromiso con la verdad y la civilidad, así como respecto de su independencia respecto del poder: está claro que en la última década no cumplieron siempre con su trabajo – ni cumplieron siempre con la ley -; los diarios y la televisión se convirtieron en vulgares instrumentos de control social, los más “eficaces” para la dictadura[14]. Todo ello ha generado en los ciudadanos un sentimiento de desconfianza que se conserva el día de hoy, a pesar de que es preciso reconocer que - en los últimos meses - ciertos medios han realizado investigaciones relevantes para la fiscalización eficaz del poder político. Rafael Roncagliolo ha señalado enérgicamente que así como la democracia es inseparable de las libertades comunicativas, es necesario reconocer que – desde los tiempos del fujimorato - “los medios, sobre todo la televisión, han contribuido al deterioro de la vida democrática, al convertir a los ciudadanos en consumidores y a la opinión pública en un conjunto de respuestas fragmentadas en las encuestas de opinión”[15]. Concuerdo plenamente con este punto de vista. No obstante, los ciudadanos tenemos derecho a participar en la recepción y discusión de la información y a disponer de espacios en donde esa recepción y discusión puedan realizarse sin distorsiones ni presiones provenientes de la esfera económica. La sociedad civil puede ofrecer esos foros. En tiempos en los que la crisis política (y el retorno de cierto “talante autoritario” bajo el gobierno aprista) pone en peligro la puesta en marcha de medidas públicas vinculadas a la justicia transicional y los Derechos Humanos – incluidos el sistema anticorrupción y las reformas institucionales propuestas por la CVR – los ciudadanos no pueden darse el lujo de ver recortada, en el plano de los hechos, la posibilidad de intervenir en la construcción de un proyecto común de vida.



[1] Habermas, Jürgen Historia y crítica de la opinión pública Barcelona, G. Gili 1994; Idem Facticidad y validez Madrid, Trotta 1998, especialmente el capítulo III. Voy a seguir en adelante el tratamiento que hace Habermas acerca de este tema.
[2] Habermas, Jürgen Facticidad y validez op. cit., p. 440.
[3] La existencia misma de la esfera pública implica el reconocimiento de la libertad de expresión como un derecho básico de cada uno de sus participantes.
[4] Ibid, loc.cit.
[5] Habermas, Jürgen Facticidad y validez op. cit., p. 441.
[6] Ibid, p. 442 (las cursivas son mías).
[7] Véase Morante, Juan Carlos “Verdad y reconciliación” en Antoncich, Ricardo y otros Ciudadanos y cristianos Lima, CEP 2003 especialmente pp. 173 – 4.
[8] Sobre este punto puede consultarse Lucash, G. (Ed) Justice and equality. Here and now Ithaca and London, University of Cornell Press, 1991 ;Nussbaum, Martha y Amatya Sen (Eds.) La calidad de vida México, FCE 1996; Walzer, Michael "Exclusión, injusticia y estado democrático" en Affichard y De Foucauld Pluralismo y equidad Buenos Aires, Nueva Visión 1995.pp.31-48.
[9] Me refiero, evidentemente, al modelo conceptual y social de la empresa, y a sus fines prioritarios. Está claro que toda institución social debe cumplr con las condiciones de eficacia y estabilidad en la administración de sus recursos económicos, de otro modo, no podrá existir como institución. El punto es que para el modelo empresarial, la lógica última de su gestión es el de la racionalidad instrumental, y su objetivo fundamental – en ocasiones excluyente – es el de la productividad y la acumulación de capital.
[10] Cfr. Gamio, Gonzalo “Crisis de la democracia, ciudadanía y medios de comunicación. aproximaciones éticas al caso peruano” op.cit.
[11] Véase Fowlks, Jacqueline “Comunicación política y democracia” en: Cuestión de estado Nº 27 – 28 pp. 49 -54.
[12] Revísese, por ejemplo, El Comercio, Correo y La República del 5 de febrero de 2004.
[13] Me he ocupado de este tema recientemente en Gamio, Gonzalo “Opinión ¿Pública?” en: Cuestión de Estado Nº 36 (Mayo de 2005) pp. 14 – 17.
[14] Cfr.Las agudas reflexiones de Max Hernandez al respecto en el conversatorio sobre “Corrupción y democracia” publicado convocado por SIDEA, la PUCP y el IEP en 2001. Blondet, Cecilia y otros Corrupción y democracia Lima, SIDEA 2001, especialmente pp. 19 – 20.
[15] Roncagliolo, Rafael “Comunicación, política y ética” aparecido en La República del 12 de febrero de 2004 p. 19.

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