viernes, 10 de agosto de 2007

EL PROBLEMA ÈTICO DE LOS VÌNCULOS




La siguiente es una reflexiòn sobre la relevancia ètica de los vìnculos humanos. En su versiòn original se tratò de una conferencia introductoria acerca del tema. Se trata de una reflexiòn personal acerca de la obra de los filòsofos que han contribuido a plantear este problema en los ùltimos años (Nussbaum, Bellah, MacItyre, Taylor).






ÉTICA Y RELACIONES CERCANAS


Gonzalo Gamio Gehri [1]





"Todo es obra de la philía, pues la elección de la vida en común supone
philía"


ARISTÓTELES, Eth. Nic. 1280b 13




¿Cuál es la relevancia de las relaciones cercanas (amistad, amor, ciudadanía) para la reflexión ética en estos tiempos postmodernos? El singular imperio del individualismo metodológico en la literatura sobre el tema – en la teoría política, pero también en la industria bibliográfica de la psicoterapia y de las ‘nuevas espiritualidades’ – dificulta una respuesta sencilla a esta cuestión. De cualquier modo, es preciso sospechar de las respuestas sencillas, especialmente cuando se hace filosofía: generalmente tras ellas quienes hablan son nuestros prejuicios o nuestro en ocasiones engañoso ‘sentido común’. La relevancia crucial de los otros en la configuración de nuestros ideales o en el descubrimiento del yo es algo que la cultura moderna – tanto la cultura popular como la académica – ha puesto repetidas veces en duda. Es preciso indagar si a este respecto la filosofía práctica aconseja seguir la dirección de la creencia dominante, o si nos exige ir a contracorriente.

La ética procura esclarecer el sentido de las relaciones humanas, la relevancia de éstas en la dirección libre de una vida. Esta afirmación – tan obvia para la cultura griega filosófica y trágica - es particularmente polémica en nuestro tiempo. En efecto, la filosofía moral moderna ha centrado sistemáticamente su atención en la constitución racional de las obligaciones incondicionales, considerando de facto el problema de la fundamentación de normas universales el problema ético por excelencia. Aquí opera lo que podríamos llamar “la secreta victoria kantiana”. La Ilustración - por lo general – tendió a dejar de lado problemas éticos de no menor importancia en la filosofía y la literatura antiguas: el lugar de la amistad, el amor y la ciudadanía en el diseño de una vida, el rol de los sentimientos y la imaginación en el discernimiento ético, el planteamiento de los conflictos de valores, la reflexión crítica acerca de los “fines” de la vida. Estas cuestiones no pueden reducirse sin más (por donde se las mire) al tema de la constitución del deber o al de los principios de la justicia. Con frecuencia, tales asuntos han sido arrojados al silencioso e inescrutable terreno de la esfera privada. No obstante, muchos de nosotros en la actualidad convendrían con Aristóteles en que los vínculos con los amigos, parientes y conciudadanos (philoi) contribuyen decisivamente a convertirnos en seres capaces de pensar y actuar[2], y de desarrollar libremente nuestros proyectos de vida. Pero, cuando pensamos así ¿Tenemos razón? mi segunda pregunta no es menos crucial que la anterior: ¿Qué sentido podemos asignarle a esos vínculos en el marco del diseño de una vida libre?

Me propongo discutir hoy con ustedes ambas cuestiones, ofreciendo para ello una historia sucinta acerca de cómo se ha planteado en el pasado el problema de la conexión entre los vínculos humanos y la comprensión de lo ético. Por ello seguiré los siguientes pasos: 1) Examinaré los supuestos básicos de la ética griega – concentrándome en Aristóteles y los trágicos – para destacar la relevancia de la interdependencia y la finitud en la interpretación y la búsqueda de los fines propios de la vida buena. 2) Luego describiré esquemáticamente el retrato moderno de la ética del individuo desvinculado, usuario del modelo del contrato como eje explicativo de las relaciones humanas. 3) Por último, me detendré en un análisis de la interpretación neoaristotélica de la vida ética en términos narrativos como un intento plausible de recuperación de la matriz dialógica de la constitución de la identidad y la reflexión sobre los bienes.


1.- Vulnerabilidad, interdependencia, racionalidad. Una mirada desde la ética griega.

“Ética” viene del término griego ethos, como sabemos. Ethos tiene diversas acepciones todos relevantes para la filosofía práctica; por un lado significa “costumbre” y con ello evoca las prácticas, las actividades que los hombres realizan en comunidad con el fin de construir un significado común para la vida. Al mismo tiempo ethos significa “carácter”, y con ello alude a las disposiciones de vida, a los hábitos emocionales, cuya observancia y cuyo desarrollo contribuyen con la cimentación de ese significado común. Pero también ethos significa “morada”. Esto nos remite al espacio específico del tipo de vida colectiva que caracteriza la vida humana. Esta tercera acepción vincula directamente el tema ético con el problema político. Preguntarnos sobre qué reglas de vida o qué fines caracterizan o constituyen una vida que podríamos considerar “buena” o llena de significado - o libre -, implica considerar los contextos sociales y los sistemas normativos, estos es, las leyes y las instituciones esa vida podría florecer, o a la inversa, aquellas reglas y aquellas instituciones al interior de las cuales esa vida podría verse truncada u obstaculizada.

Aristóteles decía que los bienes que debemos buscar y cultivar, tienen que ser aquellos que son propios del hombre, y no de algún ser no humano. No sería legítimo, por tanto, aspirar ni a los fines que persiguen los animales ni a los bienes que buscan los dioses. ¿Y que nos distingue de los animales? Es probable que ustedes estén pensando en la racionalidad, en el ejercicio de la racionalidad, dado que debemos justamente a Aristóteles esa definición: el hombre como un animal de razón, capaz de logos. No obstante me gustaría remitir a un elemento acaso más originario, en tanto pone de manifiesto a la conciencia común lo propiamente humano: lo evidente de nuestra más radical finitud. El hombre es el único animal que sabe que va a morir, y digo más, que reconoce certeramente que cada día falta menos para ese encuentro ineludible con la muerte. Los animales, en contraste, están inconscientemente sumidos en un necesario ciclo vital: nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte. No sospechan que el fin de sus días está por venir, de modo que cada uno de sus días es igual al anterior. El hombre sabe que va a morir, que esa fecha, la fecha de la muerte, es ineludible aunque no sepamos cuando será. Heidegger decía que el hombre cuando nace ya es lo suficientemente viejo como para morir. Justamente porque el hombre sabe que va a morir y sabe que cada día falta menos, es que intenta, por todos los medios, romper con ese ciclo vital. Busca asignarle a la vida un sentido que vaya más allá de este ciclo vital repetitivo, - un télos que no se agote en el curso ‘natural’ de la vida - o como algunos dicen, “trascender” esta existencia meramente animal, dejar algo para el recuerdo. Esta es una de las razones por las cuales el primer gran personaje de la historia de la ética es el guerrero, aquel que busca con sus hazañas, trascender a la fugacidad de la vida, a la voracidad del tiempo que aniquila a sus hijos. El héroe busca ser recordado por las siguientes generaciones, gracias a la fuerza de su brazo y al ímpetu de su ánimo: “Mientras que en los años venideros, los guerreros canten mis hazañas alrededor de una fogata, seguiré de alguna manera vivo”. Tanto Aquiles en los poemas homéricos, como Cu Chulainn en la tradición épica celta, son personajes bien dispuestos a vivir una vida corta – pero gloriosa – a llevar una existencia larga y próspera, pero anónima.

La conciencia de la finitud, de esta irreducible finitud, nos lleva entonces a buscar un sentido superior para la vida. Es en esta situación que se pone de manifiesto el elemento de la racionalidad, porque se trata de buscar entre los fines posibles, aquellos que puedan dar un contenido trascendente a la vida. Examinamos nuestros fines, nuestros deseos, damos razón de nuestras acciones, justamente para dar un sentido peculiar a nuestra vida. La reflexión acerca del sentido de nuestros deseos y acciones es lo que llamamos “deliberación práctica”. A partir de ella buscamos distinguir entre lo significativo y lo carente de significado, lo bueno y lo malo, aquello que nos hace libres y aquello que nos aliena[3]. Esta actividad reflexiva no es, generalmente, una actividad solitaria, ni carece de conflictos de singular profundidad. Nuestras acciones repercuten en la vida de los demás, las acciones de otros repercuten en nuestra vida, a veces de una manera insospechada y decisiva. La experiencia de interpelar y de ser interpelados en lo que respecta a aquello que sostiene o que da sentido a mis acciones y modos de vida es una práctica cotidiana. Es lo que podríamos llamar “la experiencia de rendición de cuentas” en materia ética. Se nos interroga por aquello que ha motivado nuestra acción y se nos pide que estas motivaciones se expresen en argumentos que puedan ser claros para cualquier agente. No es difícil darse cuenta que el ejercicio de la racionalidad está estrechamente emparentado con el tema de los vínculos humanos.

Aristóteles define al hombre de dos maneras. Por un lado dice que el hombre animal político (zoon politikón). El hombre por naturaleza tiende a vivir en comunidad, necesita de los otros para desarrollar sus facultades y capacidades a plenitud; aquel que vive solo, dice Aristóteles, o es una bestia o un Dios, pero no es un hombre. Considera, además, que la polis, la comunidad política, es la forma más elevada de comunidad, dado que ésta debe su estructura y su sentido al trabajo mancomunado de los hombres, a la búsqueda de un destino común de vida a través del discurso – lexis – y a la acción – praxis. Pero Aristóteles también define al hombre como un (zoon logón echón, un animal capaz de logos. Utilizo aquí la palabra logos en su doble sentido. Logos es lenguaje, capacidad de comunicación, y también razón. El carácter lingüístico y comunitario del hombre constituye los dos lados de una misma moneda; sólo porque vivimos en comunidad es que necesitamos comunicarnos. Necesitamos comunicarnos para lograr formas de entendimiento común y de acción colectiva. Pero Aristóteles dice que no debemos perder de vista aquello que nos diferencia de los dioses, y que está estrechamente relacionado con aquello que señalábamos al hablar de nuestra finitud; los dioses son seres autosuficientes, invulnerables, aquello que hagan consigo mismos y con los demás no generará modificaciones sustanciales en ellos. Los dioses no necesitan, por tanto, ética. En cambio nosotros somos seres frágiles, estamos expuestos a las acciones de los demás, estamos expuestos a las consecuencias de nuestras propias acciones. Lo que hacemos o lo que hacen con nosotros nos modifica, a veces de manera irreversible. Somos también particularmente sensibles a las circunstancias externas de la vida, lo que los griegos llamaban tyché (fortuna)[4].

La fortuna alude a todo aquello que nos sucede y que parcialmente escapa a nuestras capacidades de control reflexivo. Por ejemplo, puedo ser una persona que busca llevar una vida saludable. Puedo alimentarme de manera balanceada o hacer ejercicios diariamente, evitar consumir sustancias nocivas, etcétera. ¿Esto ayuda a lograr la salud? Sí. ¿Esto me garantiza una vida saludable? En ningún caso. Como agente humano finito, estoy expuesto a accidentes, enfermedades, algunas de ellas incluso terminales. Nada de lo que pueda hacer me convierte en un ser invulnerable frente a este tipo de desastres. Los griegos estaban convencidos de que cierto tipo de bienes humanos, susceptibles a la presencia o ausencia de la fortuna, siendo importantes para el logro de la vida buena, escapaban de las posibilidades reflexivas del hombre. Es por eso que el propio Aristóteles llamaba a estos bienes “exteriores”. Lejos de considerar esta condición como una limitación, los griegos sostenían que esta situación de vulnerabilidad frente al entorno, frente a las acciones de los demás nos permitía, además de sufrir de un modo que le es completamente extraño a los dioses, también gozar de determinados bienes y situaciones que los dioses no pueden disfrutar. La vulnerabilidad constituye también un elemento que hace que la vida humana sea particularmente significativa y bella.

Sólo así puede explicarse que los dioses griegos sintieran esa gran fascinación frente a la vida humana, de modo que tomaran partido en nuestras disputas y estuviesen dispuestos a involucrarse afectivamente con nosotros, a colaborar con nuestros propósitos, o a sembrar caprichosamente nuestra ruina. Esta certeza justifica la terrible ironía de Hécuba, impotente frente a la ruina de su reino, la desaparición de su estirpe y el asesinato de su nieto:



“En vano les hicimos sacrificios. Pero si un dios no hubiera revuelto lo de
arriba poniéndolo al revés, bajo la tierra, seríamos desconocidos y no
estaríamos en boca de los cantores ofreciendo tema de canto a las Musas de
hombres venideros”.
[5]

Desde el punto de vista de la cultura clásica, desde la literatura griega y la filosofía, estos tres rasgos de la vida humana: capacidad de logos, pertenencia comunitaria, y vulnerabilidad constituyen elementos que son ineludibles para una reflexión concreta sobre la vida humana y su sentido ético. Para los griegos resultaba claro que estos rasgos centrales de la vida humana y de la ética se hacían explícitos a través de la educación desarrollada en el seno de la comunidad política. Llamaban paideia al proceso de formación del carácter y del discernimiento humanos encaminados al reconocimiento de estos tres elementos. A través de la educación comunitaria, adquirían los agentes humanos una segunda naturaleza que les permitían comprender, someter a crítica y desarrollar los bienes que constituían una vida buena.

2.- Bienes privados: el enfoque atomístico.

La época moderna constituye la etapa del ascenso del individuo como el protagonista de la ética. El avance de las ciencias empírico inductivas, así como las guerras de religión, generaron una situación de desconfianza respecto de los relatos comunitarios de aquello que configura una vida buena. En efecto, ya no se consideraba que las relaciones humanas o la pertenencia comunitaria sean aquello que determina una vida como racional, sino la construcción de un esquema legal que garantice la coexistencia pacífica entre individuos separados y mutuamente indiferentes. La vida buena deja de ser el eje del pensamiento ético, de lo que se trata es de establecer principios que regulen la vida social y que determinen en concreto la coexistencia pacífica de las pretensiones individuales de libertad y bienestar. El contrato social se convirtió en el fundamento teórico de la convivencia entre los hombres. Se trató de buscar un cuerpo jurídico y político que fuese neutral respecto del tema de la vida buena pero que pudiese garantizar que las transacciones humanas contasen con el consentimiento libre de los involucrados. En el caso de las teorías sociales y políticas de Hobbes y Locke en la segunda mitad del siglo XVII, el contrato se convierte en la garantía de que el poder político cuente con legitimidad social puesto que basa su validez en la (hipotética) entrega voluntaria del poder de parte de todos los concernidos en el gobierno al soberano. Los individuos han renunciado a parte de su libertad - la libertad ilimitada del estado natural - en pro de lograr la seguridad a partir de la configuración de la ley y del gobierno.

Los contratos regulan las relaciones humanas desde la óptica de los bienes individuales: aquí no tiene lugar idea alguna de bienes comunes. Las transacciones comerciales son casos paradigmáticos de contratos. Yo busco mi satisfacción personal a través del goce de un bien. La otra parte espera exactamente lo mismo con respecto al bien que se ha propuesto lograr. Por ejemplo, tengo sed. Anhelo satisfacer esta necesidad. En la cantina de la esquina venden bebidas. Acuerdo con el vendedor de la cantina el precio de la bebida, le entrego el dinero, recibo la bebida y la tomo. Analicemos un poco la situación. Yo busco la satisfacción de una necesidad y él busca la satisfacción de la suya. El bien que yo persigo es la satisfacción de mi sed. El bien que el vendedor persigue es la obtención de dinero para poder llevar una vida decorosa y próspera. Yo tengo lo que el busca, dinero. Él tiene lo que yo busco, la bebida. Nos ponemos de acuerdo respecto de las cláusulas del contrato, pero en ningún caso hemos logrado llegar a una comprensión del bien o al logro del bien común. El supuesto implícito en la ética de los contratos es que los individuos sólo generan acuerdos y asociaciones cuando los bienes individuales a los que aspiran no pueden lograrse solitariamente; cuando necesito de ti para lograr lo que me interesa conseguir, busco tu colaboración (el hecho que pueda mostrarte que esto, a la vez, pudiese reportar alguna satisfacción a ti, sin duda motivará tu cooperación en esta empresa). Las relaciones humanas concebidas contractualmente son siempre instrumentales.

Los bienes colectivos son – desde el enfoque moderno - estrictamente la concatenación de bienes individuales o, como lo llama Charles Taylor, “bienes convergentes”. Por ejemplo, si yo quiero proteger mi casa que está situada en una zona insegura, pero no tengo el dinero para contratar los servicios de un guardián, entonces emprendo la tarea de buscar con mis vecinos la posibilidad de contratar juntos y de compartir los servicios de un guardián. Yo, tanto como mis vecinos, que nuestras casas sean protegidas. No estamos buscando, al menos de manera directa, la protección del vecindario. Como no puedo contar con un guardia privado, entonces apela a esta clase de financiación. La seguridad es un bien convergente. Un bien es convergente cuando puede dividirse en mi bien, tu bien, el bien de él, el bien de ella, etcétera. En cambio los bienes comunes, son aquellos que no pueden descomponerse en bienes individuales sin sacrificar o distorsionar precisamente lo que los convierte en bienes. Por ejemplo, pertenecer a una cultura, compartir una historia política, son bienes comunes. La cultura, el uso del lenguaje no se puede dividir en mi cultura, tu cultura, la cultura de él o la cultura de ella[6]. La relevancia de las relaciones cercanas; amor, amistad, ciudadanía para la vida ética pasa por una comprensión del bien común. En ese sentido, la cultura moderna en su faceta individualista opaca la relevancia de estas relaciones en la vida ética. Incluso las relaciones cercanas pasan a ser leídas desde la ética del contrato.

Mis relaciones más íntimas tienen sentido en tanto que éstas me provocan un bienestar privado. Si este bienestar desaparece o se debilita, la legitimidad de la relación desaparece gradualmente. Este individualismo, entonces, erosiona todo vínculo de solidaridad entre los hombres. Eso conectado con la idea de libertad que se configura en la modernidad. Desde Hobbes, la libertad es definida en términos negativos, negativo en un sentido lógico, la libertad se define a través de una negación. La libertad es absentia impedimentorum – ausencia de impedimentos. Lo que define mi vida no es lo que yo elija, sino la capacidad de elegir. Los otros, sean éstos relaciones, formas de pertenencia, etcétera, son obstáculos potenciales para el desarrollo de la propia vida que es concebida en términos de un proyecto individual. Aquí, pues, se establece un contraste con la libertad en un sentido clásico, la libertad asumida por los trágicos griegos y los filósofos clásicos que la concebían positivamente, esto es, a través de afirmaciones: la libertad es la capacidad para construir juntos un destino común de vida, la libertad es libertad para, para realizar los fines últimos de la vida humana, y libertad en, en los espacios públicos de deliberación práctica y acción concertada.

La ética individualista de los contratos erosiona la philía y los vínculos comunitarios, pero no erradica, evidentemente, toda forma de organización social; de hecho, el enfoque atomista ha generado sus propias formas de asociación. En Hábitos del corazón, el equipo de investigadores sociales dirigido por Robert N. Bellah sostiene que en la época moderna no se forman comunidades sino "enclaves de estilo de vida". Se trata de asociaciones que se relacionan con "el ocio y el consumo y por lo general, no tienen conexión alguna con el mundo del trabajo, unen a personas que se asemejan social, cultural y económicamente, y uno de sus objetivos principales es disfrutar de la compañía de aquellos que comparten un mismo estilo de vida"[7] ; lo que buscan estos grupos es establecer relaciones entre individuos que tienen en común el mismo status y los mismos pasatiempos: el tema de la vida buena y la acción cívica está ausente de estas asociaciones. Los clubes sociales son el más obvio ejemplo para estas organizaciones.

La progresiva retirada de lo político en la vida de las personas, el privilegio de los proyectos personales por sobre los vínculos con los otros encuentra su lugar en esta historia de progresiva atomización de las relaciones sociales. Desde la primacía de la ética del contrato y la concepción negativa de la libertad es que podemos entender la tesis moderna que la identidad del individuo se construye en el aislamiento. Existe actualmente una moderna industria bibliográfica de libros de autoayuda que recomiendan aislarte, aunque sea provisionalmente, para poder profundizar en tu yo y descubrir quién realmente eres. En determinadas circunstancias, particularmente críticas, el contacto con los otros, de acuerdo con esa perspectiva, potencialmente distorsionador de nuestra identidad. Los otros también pueden ser un obstáculo para la construcción de esta identidad auténtica. La independencia respecto de los vínculos provenientes de las comunidades, las iglesias, las tradiciones, las instancias políticas se convierte en un valor importante para la modernidad. Esto produce ambivalencia. Por un lado es innegable el incremento de la libertad que esto conlleva, pero por otro lado debido al alejamiento, a la ruptura de los vínculos que otrora definían nuestra identidad dificultan es que encontramos más dificultades para expresar lo que nosotros mismos somos y nuestros propósitos, y en definitiva se oscurece, en una medida importante, la posibilidad de generar fines comunes.

3.- Yo y nosotros. La urdimbre narrativa de la vida.

El concepto moderno de libertad plantea un agudo dilema. Por un lado su logro supone la ruptura con los viejos órdenes tradicionales, las concepciones comunitarias de la vida buena, y muchas veces las relaciones sustanciales que otrora definían nuestra identidad; no cabe duda de que este proceso tenía un talante emancipador respecto de viejas estructuras opresivas, y represoras de la esfera personal de los agentes. Por otro lado, pareciera que esta libertad desvinculada no permite encarnarse en ningún modo de vida coherente sin de algún modo traicionarla. Siendo negativo, el concepto moderno de libertad requiere siempre de romper con algún esquema ‘exterior’. No obstante, nuestras identidades requieren, para hacerse concretas, encarnarse en formas de vida situadas. En las últimas décadas, filósofos herederos de Hegel y Aristóteles – Charles Taylor, Paul Ricoeur, Alasdair MacIntyre y Hans-Georg Gadamer entre ellos - han intentado (quizá con la excepción de MacIntyre) conciliar el concepto moderno de libertad como autodeterminación con el carácter situado y relacional de la vida humana a través del concepto de una ética narrativa, que es lo que pasaré a desarrollar a continuación.

La tesis que defiende la ética narrativa es que una concepción puramente individualista de la identidad y de la libertad no permiten expresar con claridad aquello que está involucrado en la pregunta ¿Quién soy? Básicamente, esta pregunta alude a mi lugar en el espacio y en el tiempo de las relaciones humanas, y también a la dirección que yo le imprimo a mi vida en el espacio y en el tiempo de estas relaciones concretas. Si alguien me pregunta quién soy yo, lo primero que tendría que responder, es probablemente mi nombre. Si digo ‘Gonzalo Gamio’, ya estoy evocando alguna forma de relación humana, puesto que mi nombre, “Gonzalo”, no lo elegí yo, sino mis padres por una serie de razones; por otra parte, cuando aludo a un apellido, en este caso “Gamio”, éste me remite a una genealogía, a una historia compartida. Aún en este nivel tan elemental, el tema de la identidad me remite a vínculos que trascienden mi propia vida.

Pero si alguien me dijera: “Ya sé como te llamas, pero quiero saber quién eres tú”, tendría que descender a una capa fenomenológica más profunda del diseño de mi identidad. Tendría que dar razón (lógon dídonai) de aquellas actividades, aquellos valores, aquellos compromisos que en buena medida considero yo mismo que definen mi vida como única o distinta de las demás. Aquellas creencias, aquellas valoraciones, aquellas actividades, por ejemplo relacionadas con mi vocación filosófica o con mi estimación de la democracia - por poner un ejemplo - no son elementos que yo he construido por mí mismo, son formas de estimación y prácticas que he adquirido en el tiempo a través del contacto con otros. Si tuviera que dar cuenta de aquello que considero me define como un ser humano único e irrepetible, tendría que contar una historia, pero una historia que está constituida por relaciones, una historia en el sentido de una narración, no en el de un tratado de ciencia histórica. Se trata más bien de una narración que expresa el encuentro entre seres humanos. Aquí el ser humano se evidencia básicamente como un animal que compone mythoi.

El tejido narrativo vital es – decíamos – básicamente social: revela para nosotros la importancia medular de los bienes de la interdependencia, incluso como horizonte del ejercicio de la libertad. La historia de mi vida tiene en este sentido personajes principales y secundarios. Por supuesto, uno mismo es el protagonista y también es aquel que parcialmente escribe la historia de su propia identidad. Digo parcialmente, porque el encuentro, el contacto con otros, aquellos que Charles Taylor siguiendo a Mead llama “otros significativos”, constituye, en buena parte, el proceso de descubrimiento, de hallazgo de aquello que es importante para mí, y con el tiempo puedo lograr definirme[8]. Si yo tuviera que contar la historia de mi vida, omitiendo la presencia de aquellas personas que han sido decisivas para el descubrimiento de aquello que me define, estas actividades, valoraciones, creencias, etcétera, con toda seguridad, la narración de mi vida estaría condenada a presentar lagunas lamentables o aun profundas incoherencias. De este modo podríamos darnos cuenta de que nuestra vida es un entramado narrativo de relaciones en el que nosotros mismos somos personajes, principales o secundarios, de otros tejidos narrativos. Por supuesto, la narrativa de mi vida quedaría incompleta, si no escribiera también sobre las instituciones y contextos que la configuran, como la universidad, la familia, etc.

Uno podría pensar que el estilo literario que corresponde a la escritura de la identidad narrativa del hombre es la autobiografía, pero como señala agudamente MacIntyre en Tras la virtud[9], el género literario que hace justicia a la complejidad de la identidad narrativa es la tragedia. ¿Por qué la tragedia? Aquí tenemos que tomar distancia de los malos profesores de literatura. Generalmente, los críticos literarios suelen identificar la comedia como aquella obra dramática que tiene un final feliz, y la tragedia como aquella obra dramática que tiene un final fatídico. Pero no es así. La tragedia es una obra dramática que muestra el carácter contingente, finito, y permanentemente expuesto de la vida humana. Conocemos ejemplos importantes de tragedias que terminan bien, por ejemplo La Orestíada de Esquilo, El Filóctetes de Sófocles, etcétera. De hecho, el fin del espectáculo trágico era el de la transformación de la conducta y el ejercicio del discernimiento ciudadano. Decir que la tragedia es el género literario propio de la identidad narrativa equivale al hecho de que nosotros somos tan sólo coautores de la narración que constituye nuestra vida. Las acciones de otros y las circunstancias externas que confrontan e interpelan nuestra vida, fuerzan muchas veces que nuestra historia narrativa presente giros novedosos, insospechados y a veces indeseables. No obstante, estos giros nos exigen replantear la escritura narrativa de nuestra vida para poder asignarle un hilo conductor coherente que explique esos cambios, estas crisis, y estas situaciones de vulnerabilidad e incertidumbre. Del mismo modo, podemos decir que la identidad narrativa tiene un sentido trágico, en tanto la vida que se narra es una vida que siempre termina siendo inconclusa.

No podemos decir que nuestra vida se cumple cabalmente a la hora de la muerte, cuando nosotros hemos concluido con todos nuestros proyectos, cuando hemos coronado con el éxito nuestros afanes, cuando hemos visto realizados en nuestra vida nuestros valores más deseados. Siempre quedan cosas por decir, y cosas por hacer. Es por eso que la identidad narrativa es una obra siempre abierta. Este carácter inconcluso de la narrativa vital podría compararse con el carácter inconcluso de las despedidas. No existe la despedida perfecta. Siempre quedan cosas por hacer, siempre quedan palabras que se quedan en la garganta, siempre quedan tareas pendientes, siempre uno piensa debí hacer esto o aquello, debí no dejar pendiente aquello, pero sin embargo así son las despedidas. De igual modo la vida, no podemos decir que la narrativa de vida, se cierra como un círculo perfecto, siempre quedan cosas por hacer, proyectos no iniciados o inconclusos, historias pendientes o simplemente inacabadas. Habíamos señalado hace un momento que las crisis, los períodos de incertidumbre y adversidad nos llevaban casi siempre a replantear la tarea de darle a la narración de nuestra vida un sentido coherente. Habíamos anunciado también que la determinación del hilo conductor de la narrativa vital debía abarcar a la vida como un todo. Esto nos recuerda a la afirmación de Aristóteles que solamente al final de la vida podría decirse de un hombre si fue bueno y virtuoso. Cuando nos volvemos retrospectivamente a las acciones, las situaciones, las intenciones, y los valores que se han entretejido a lo largo de los episodios de nuestra existencia y podemos reconocer allí un hilo común, un hilo unitario, un hilo que hemos construido a pesar de, y quizás también gracias a, estos períodos de crisis y de conmoción, siempre de la mano de otros[10]. Con todo, este hilo conductor es, por lo general, prospectivo y no concluyente; estamos, y sigo nuevamente a MacIntyre, siempre buscando la vida buena. Nuestra narrativa siempre está expuesta a la reconstrucción crítica, siempre elaborada desde el presente. El autor escocés señala que una vida buena es aquella que busca la vida buena. Nunca podemos decir, que hemos logrado lo que buscamos, que hemos construido formas de sentido que reconocemos como superiores o trascendentes. Estamos siempre de camino a la realización de este sentido trascendente y el esfuerzo por lograr esos téle: ensayar y transitar esos caminos posibles es lo que le da significación a nuestra vida.

La tarea de asignarle sentido al curso de la vida es una empresa común en la que yo y mis otros significativos intervenimos. Construimos dialógicamente los téle de nuestras narrativas vitales, y esto supone una actividad reflexiva compartida. No se trata de que otros me asignen una identidad completamente ajena, se trata de un trabajo conjunto de reflexión y crítica a través de la cual cada uno, en diálogo con sus interlocutores identitarios. En diálogo con estos personajes centrales de la narración de mi vida, examino críticamente lo que recibo de ellos y, a través de esta interacción, selecciono aquello que reconozco como potencialmente constitutivo de mi identidad. Pero lo que está claro es que yo no me basto para configurar aquello que me define. La construcción de mi identidad no es una empresa solitaria, mi narrativa, incluso, está inserta en una narrativa mayor, que es la narrativa de la comunidad. Una narrativa de la que yo participo, que heredo y, en parte, soy responsable de que ella se fortalezca con el ejercicio de la crítica y de la reflexión. Urdir juntos esa narrativa mayor es una actividad genuinamente política. Familias, instituciones políticas, iglesias, universidades, instituciones de la sociedad civil son instancias que permiten este ejercicio compartido de crítica y reinterpretación de la narrativa más general de la comunidad. Vigilar que la urdimbre de estas historias esté abierta a todos los miembros de la comunidad es una forma de cuidado filial de los otros.




[1]Gonzalo Gamio Gehri es Licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y actualmente es candidato al Doctorado por la Universidad Pontificia de Comillas, donde ha obtenido también el Diploma de Estudios Avanzados en filosofía. Es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en el ISET “Juan XXIII” y en el Instituto Juan Landázuri Ricketts.
[2]Cfr. Eth. Nic. 1155a 5.
[3] Cfr. Sobre este punto Taylor, Charles “What is Human Agency?” en: Human Agency and Language. Philosophical Papers 1 Cambridge University Press,Cambridge 1985 pp. 15 - 44.
[4] Cfr. Nussbaum, Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995.
[5] Eurípides, Troyanas 1242 – 5.
[6] Cfr. Charles Taylor “La irreductibilidad de los bienes sociales” en: Argumentos filosóficos Barcelona Paidós 1997; pp.275-297.
[7] Bellah, Robert N. y otros, Hábitos del corazón Madrid, Alianza Universidad,1989. p.105.
[8] Cfr. Taylor, Charles La ética de la autenticidad Paidós A.U.B.-I.C.E. 1994 capítulo 4.
[9] Véase MacIntyre, Alasdair Tras la virtud Barcelona, Crítica 1987, cap. 15.
[10] MacIntyre, Alasdair “Epistemological crises, dramatic narrative and the philosophy of science” en: The monist, 60(4), 1977, pp. 453-472.

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