miércoles, 5 de diciembre de 2007

JUSTICIA LIBERAL Y ACCIÒN POLÌTICA




Gonzalo Gamio Gehri



Si la justicia distributiva es – como Aristóteles sostenía, y Walzer a través suyo – una empresa cooperativa llevada a cabo por los miembros activos de una institución o comunidad dadas, entonces la vida política y la amistad cívica ocupan – o deberían ocupar - un lugar central en las teorías liberales de la justicia. Lejos de salir de las relaciones y vínculos que forjan su identidad cultural, los agentes distributivos deben estar en capacidad de profundizar reflexivamente en ellos, de modo que puedan percibir, reconocer y discutir públicamente los significados sociales que determinan el valor de bienes y recursos y condicionan el sentido de los principios de justicia. Un sujeto desarraigado no podría evaluar o discernir el modo contextualmente correcto de la asignación de los bienes sociales al interior de una comunidad distributiva.

Esta recuperación de la actividad pública requiere ciertas precisiones acerca del concepto de libertad así como respecto del carácter de los consensos prácticos que pueden ser construidos en el marco de la acción cívica. En particular se trata de sobrepasar la imagen del contrato, puesto que ella oscurece no sólo la presencia de bienes comunes como potencialmente movilizadores para la vida de los agentes, sino que convierte la política en tanto tal en un conjunto de acuerdos basados en la concesión y adquisición de beneficios y ventajas para sujetos – individuales o corporativos – de interés privado. Si el intento walzeriano de conciliar conceptualmente la justicia aristotélica con el ethos liberal es consistente, entonces la concepción atomista de la política como la construcción de un pacto de no agresión entre los grupos sociales y como un sistema de negociación de parte de las élites es a todas luces insuficiente y raquítica: entre otras cosas, es insuficientemente liberal, dada su profunda miopía frente a la relevancia pública del ejercicio de las libertades cívicas para la constitución de una sociedad justa y bien ordenada.

En la temprana tradición contractualista, el individuo no contaba con propósitos político – participativos, ni antes, ni después del contrato. Lo racional es buscar la satisfacción de las necesidades y realizar las expectativas privadas de bienestar: los otros son obstáculos potenciales para el logro de mi plan de vida o mis deseos, o incluso posibles agresores. La libertad es, en clave hobbesiana, absentia impedimentorum (la célebre “libertad negativa” descrita por Isaiah Berlin[1]); no hay aquí espacio para la práctica de la ciudadanía activa. Incluso los derechos subjetivos son concebidos por Locke desde el paradigma de la propiedad privada (soy dueño de mi cuerpo, soy dueño de mis ideas y valores, soy dueño de ciertos bienes materiales adquiridos legítimamente, etc.). Con un individuo desarraigado y desinteresado respecto de las acciones comunes no instrumentales simplemente se erosiona la posibilidad de la política en sentido estricto. El individualismo – en la teoría como en la práctica de la vida social – es incompatible con el concepto de la política ciudadana. En esta línea de reflexión Benjamin Barber sostiene que "al proponer al individuo solitario como ciudadano modelo, el liberalismo frustró las ideas de ciudadanía y comunidad y urdió un yo novelesco tan desentendido de la situación y del contexto que sólo era útil para desafiar a la idea misma de lo político"[2].

Como se sabe, para el ciudadano de las teorías del contrato el cuerpo político se encarga de garantizar la seguridad y libertad individuales, de modo que el individuo –una vez que estas garantías se hacen efectivas, queda libre de la política, pues el espacio de la libertad es fundamentalmente la esfera privada, un espacio delimitado por la ley y los derechos del individuo. Una vez suscrito el contrato y especificados los derechos fundamentales, el ciudadano podrá entregarse al diseño y realización de sus planes privados de vida. El tema de la vida buena se convierte en un asunto eminentemente individual, de modo que el ámbito público se restringe a la constitución de la estructura básica de la sociedad, a asuntos de justicia procedimental. Sobre esta liberación de lo político, Hannah Arendt afirmaba con razón que “…ha llegado a convertirse casi en un axioma, incluso en la teoría política, entender por libertad política no un fenómeno político, sino por el contrario, la serie más o menos amplia de actividades no políticas que son permitidas y garantizadas por el cuerpo político a sus miembros”[3] .

En esta perspectiva, la acción política cae en manos de un número restringido de personas que se convierten en administradores del “cuerpo político” – políticos ‘de profesión’, burócratas, técnicos en la ‘gestión pública’ -. Los ciudadanos comunes se convierten en administradores de su propia vida – en el mejor de los casos, individuos autónomos en lo privado – y, en este sentido, en agentes distributivos en pequeña escala, vale decir, en aquellas formas de interacción social e intercambio de bienes que tienen lugar en la vida privada, usuarios del amor en la intimidad y en los espacios de la familia, de recursos económicos quizá en el trabajo o en la microempresa, acaso del saber y la información en las escuelas, en los comités de padres. No obstante, en ese registro apolítico de la vida, el individuo renuncia a participar en la elección y la discusión de buena parte de las reglas que determinan su acceso – o no acceso – a muchos bienes sociales que resultan importantes e incluso decisivos para el curso razonable de su vida. Deja en manos de otros la configuración de estas reglas.

La asignación de derechos, deberes y servicios en sus diferentes especies, el acceso al poder político e incluso el bosquejo de las fronteras que separan las diferentes instituciones sociales frecuentemente caen en manos de una élite de administradores y profesionales de lo público. Una amplia gama de libertades se tornan invisibles ante los ojos de los miembros de estas ‘democracias de baja intensidad’. La ciudadanía en sentido clásico en la práctica desaparece de escena; los miembros de tales sociedades privilegian su rol de contribuyentes al fisco antes que su condición de agentes políticos. Lo curioso – y lo dramático del caso, en realidad – es que resulta evidente que un régimen basado únicamente en la observancia de libertades y derechos individuales no podría sostenerse como un sistema político libre sin la presencia de alguna clase de ethos participativo. Si los miembros de una sociedad liberal no asumen posiciones de vigilancia respecto de la labor de sus instituciones políticas y de sus gobiernos, su desidia provoca que fácil y aceleradamente las autoridades asuman una actitud tutelar respecto de sus gobernados, que ven recortadas sus libertades y conculcados sus derechos sin advertirlo del todo[4]. El caso de América Latina es profundamente revelador a este respecto.

El desinterés por lo político constituye una invitación a los diferentes tipos de tiranía e injusticia distributiva. La ética cívica es un complemento necesario del sistema de derechos en una democracia liberal. Es desde esta perspectiva que sugería – al final del apartado sobre el pensamiento de Walzer – que para el liberal era preciso constituir espacios públicos al interior de “instituciones intermedias” en las que pudiese manifestar con otros ciudadanos sus puntos de vista y generar alguna clase de influencia en las políticas públicas. Desde una concepción puramente procedimental de la justicia no puede vislumbrarse la importancia de los bienes comunes y del ‘sentido de comunidad’: desde un enfoque atomista no hay comunidades, solamente asociaciones construidas a partir de una visión instrumental de la racionalidad práctica. Sin una interpretación hermenéutica de lo social el liberalismo queda atrapado en el individualismo craso.

La política liberal requiere de escenarios abiertos a la deliberación pública y a la interacción ciudadana: espacios en los que podamos compartir asignar y repartir bienes sociales, y defender el equilibrio institucional. Aquí aparece con toda su fuerza el concepto de sociedad civil. Sus instituciones son espacios que median entre el Estados y los individuos, que permiten a estos generar y discutir programas comunes y formas de fiscalización respecto de la administración estatal del poder. Espacios para el diálogo y la crítica social. Las universidades, los colegios profesionales, ciertas Organizaciones No Gubernamentales y grupos de reflexión, comunidades cívicas y religiosas de diverso cuño (siempre y cuando sean instituciones abiertas al diálogo sin restricción). Algunas de estas instituciones son ya por sí mismas comunidades distributivas, en las que el saber, la gracia o los méritos son bienes a repartir e intercambiar. Son, a su vez, instituciones que pueden vigilar acerca de la distribución justa del poder.

En este sentido, la vida política no constituye una opción más entre otras – sostenida por alguna “doctrina comprensiva”, en la jerga del segundo Rawls – sino un modo de vida importante para cimentar una sociedad que se precie de ser democrática y liberal: simplemente el sistema liberal de derechos y libertades no podría sobrevivir sin un compromiso cívico sostenido de parte de sus usuarios. Si los ciudadanos no están dispuestos a movilizarse y a defender sus derechos cuando estos están amenazados, esto significa que incluso las libertades más elementales están en peligro mortal. Un sistema político no puede sostenerse sin el reconocimiento y la protección que se fundan en la acción concertada de los ciudadanos. Como en Aristóteles, la actividad política requiere del grado de pertenencia institucional (y mutua implicancia en un proyecto común) que se asocia al cultivo de la amistad cívica.

Desde luego, las instituciones de la sociedad civil son escenarios genuinamente democráticos si están abiertos a una pluralidad de voces y argumentos. La homonóia, la concordia, no es una clase de “unanimidad en la opinión”, pues ésta puede darse, nos lo recuerda el propio Aristóteles, “incluso en aquellos que no se conocen entre sí”[5]. Lo que la amistad cívica exige es que los ciudadanos y los miembros de instituciones libres habiten una “comunidad de pensamiento”, un espacio abierto en el que pueda expresarse por igual nuestros acuerdos y desacuerdos en materia de nuestra convivencia e intereses, y que estos puedan ser formulados a través de la deliberación pública. La homonóia tiene lugar allí donde los miembros de la comunidad política se sienten herederos de una historia compartida, de forma que están dispuestos a continuar ese proyecto por medio de la crítica y la acción común: de este modo, los disensos y consensos que se producen en las instituciones con respecto a la justicia y los bienes públicos se entienden como momentos de esa historia. El consenso es razonable cuando es fruto del encuentro libre de argumentos y posiciones, cuando los ciudadanos están dispuestos a escuchar las razones de los demás y admiten la posibilidad de la discrepancia como valiosa y necesaria para una comunidad política saludable.



NOTAS.-

[1] Berlin, Isaiah “Dos conceptos de libertad”: en Cuatro ensayos sobre la libertad Madrid, Alianza Editorial, 1984.
[2] Véase Barber, Benjamin "La democracia liberal y los costos del consenso" en: Rosenblum, Nancy (Editora) El liberalismo y la vida moral Buenos Aires, Nueva Visión 1993. ; p. 63.
[3] Arendt, Hannah Sobre la revolución Madrid Alianza Universidad 1988 p.30. Para una crítica de la historia del concepto de libertad política desde los griegos hasta las sociedades liberales ver Patrón, Pepi “Libertad y Política” en: Areté vol. I N° 2 1989;pp. 407-414.
[4] Cfr. Taylor, Charles “Equívocos: el debate liberalismo – comunitarismo” en: Argumentos filosóficos Barcelona Paidós, pp. 239 y ss.
[5] Eth. Nic. 1167ª 22.
FOTO: Cortesìa de losviajeros.com

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