domingo, 31 de marzo de 2013

KÉNOSIS




Gonzalo Gamio Gehri

Más allá del cuidado del ritual y las tradiciones, esta semana recordamos a un hombre inocente que puso el amor y el perdón por encima de cualquier otra cosa, y que padeció una muerte en extremo dolorosa – excluido de la comunidad y expuesto a humillación pública – en nombre de la radicalidad de este mensaje. Las autoridades religiosas – los guardianes de la “doctrina correcta” - y los representantes del imperio se sintieron retados por la Palabra del ágape. Fue condenado por hereje y por blasfemo, pues se atrevió a llamarse Rey de los judíos y fuente de salvación. Sin embargo, ninguno de los seres humanos que conoció a Jesús de Nazaret volvió a ser el mismo después de tomar contacto con él. Nunca antes un condenado a muerte había transformado la vida de tanta gente.

Kénosis es “abajamiento”. Se trata de una idea que evoca la encarnación del Espíritu divino, la irrupción del ser eterno en el mundo ordinario, escenario de la vida común: este es también un signo de "secularización". Hegel y Schelling tienen páginas fundamentales sobre este acontecimiento metafísico, que encierra la verdad del cristianismo. Chesterton ha extraído con singular audacia las consecuencias antropológicas de esta tesis, y quizás Vallejo ha transitado por esta misma dirección.  Kénosis puede traducirse también por “debilitamiento”. La divinidad que ha asumido la fragilidad y la finitud de la condición humana por amor. El Dios que muere por sus amigos, aún en medio del temor y la traición de los suyos. El Dios que celebra que las verdades más altas hayan sido reveladas no a los doctos ni a los poderosos (ni siquiera a los sacerdotes o a los maestros de la Ley), sino a los pequeños y a los humildes. Ese es el cristianismo, no el que se predica desde la mera solemnidad, o desde el poder. Evocar la buena nueva es ante todo recordar a Jesús, su enseñanza y su vida, acaso haciendo una provisional epoché de todo lo demás. Esa es una acotación metodológica que podría ser pertinente.

Este “debilitamiento” tiene una dimensión ética. La verdadera fe se traduce en la preocupación de los más débiles – el pobre, la viuda, el huérfano, el extranjero, de acuerdo con la propia fuente -, aquellos que sufren la violencia, el desprecio o la indolencia, del mismo modo en que Cristo los sufrió. Toda persona es tu prójimo, decía Jesús. No solamente quienes comparten nuestro estatus, nuestras aspiraciones o nuestras creencias básicas. Todos los seres humanos proceden de Dios, poseen un valor irrestricto, absoluto: ello explica la adhesión originaria del cristianismo a los principios de la no violencia, así como la convergencia contemporánea con el lenguaje de los derechos humanos. Quienes se pasan la vida identificando y persiguiendo herejías  por razones de ortodoxia intelectual, sean éstas religiosas o ideológicas, no han entendido del todo el cristianismo, no por lo menos en este punto fundamental; lo mismo podemos decir de quienes presumen que la tarea decisiva es “reconocer al enemigo” entre la totalidad de los bípedos implumes. Algo de la mirada compasiva de Jesús se les escapa. Pierden de vista su capacidad de reconocer en la actitud del centurión una fe sin precedentes. Tener en cuenta la raíz del asunto implica reconocer esta disposición a des-cubrir al prójimo – aquel  a quien se puede amar hasta al extremo, al punto de poner en juego la propia vida – en cualquiera de nosotros. Un punto de vista que desmantela las certezas más arraigadas en la existencia común. Una perspectiva sumamente riesgosa y exigente que confronta absolutamente al ser humano de fe.

Pero sabemos que la creencia cristiana implica la creencia en la Resurrección, tal y como algunos artículos nos lo recuerdan hoy domingo[1]. Se trata de la confianza en la superación de la muerte y de la afirmación de la vida como parte del advenimiento del Reino[2]. Como se ha dicho, para los cristianos la muerte no tiene nunca la última palabra. Esta confianza se encarna en la práctica en la valoración de la vida y los derechos básicos de las personas, y en el rechazo de aquello que pudiera mutilar sus capacidades fundamentales, reprimir el ejercicio de su autonomía o exponerlas a una muerte prematura (la crueldad o la exclusión, por ejemplo). Esa fe impulsa e inspira la acción y constituye la percepción de las contextos con los que el agente tiene que lidiar. Una perspectiva espiritual digna del mayor respeto y de la más firme decisión. Un ideario que señala caminos de vida.





[1] Véase hoy en La República las columnas de Salomón Lerner Febres y Rosa María Palacios, ambas sumamente iluminadoras e inspiradoras, en este punto, para esta breve reflexión.
[2] Véase los escritos de Gustavo Gutiérrez sobre este asunto.

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